Dicho y hecho, abrí el ordenador y busqué un vuelo para dos personas de Barcelona a Cologne Bonn, el aeropuerto según Google más cercano al campo. Y bueno, la verdad es que el precio era bastante razonable, así que se lo propuse a mi marido, y hacia Auschwitz nos fuimos el viernes pasado. No creáis que fue fácil llegar porque cuando íbamos en el taxi de camino al aeropuerto nos sorprendió una manifestación pro-Palestina que casi nos hace perder el avión. La manifestación, si os digo la verdad, me molestó un poco, porque me parece que ya hay un acuerdo de paz, o algo parecido —no estoy muy al caso de la situación ahora, deje de seguirla la segunda semana después de que Netanyahu comenzara las acciones para rescatar los rehenes israelíes y castigar a los terroristas de Hamás—. El caso es que al final nos dejaron pasar y pudimos coger el vuelo.
El hecho es que la experiencia ha sido muy intensa, recorrer aquellos espacios me hizo pensar en la injusticia y en el sufrimiento, pero también en la maldad humana. Visitamos los barracones, que tanto se parecían a los que aparecen en las películas que he visto sobre el Holocausto judío. La que más me gustó fue La lista de Schindler, pero la que más me impactó fue sin duda Amén, en la que se refleja cómo la mayor parte del cristianismo miró hacia otro lado durante el nazismo —probablemente, pienso yo, estaría mirando hacia la moral sexual, como siempre— y se olvidó de denunciar la injusticia que tenía delante de sus narices —como simpre también—. También vimos las cámaras de gas, en ese momento me acordé del libro El niño del pijama de rayas, y me dio un vuelco el corazón. Es un libro que recomiendo encarecidamente a mi alumnado, creo que conciencia mucho sobre cómo se puede colaborar con la opresión desde el silencio y la falta total de empatía.
Antes de salir del campo le pregunté a la guía turística sobre el triángulo rosa que ponían a las personas homosexuales en los campos de exterminio, y ella me explicó que entre los once millones de asesinados por el nazismo, además de judíos había también gitanos, testigos de Jehová, personas con diversidad funcional —me gustó que utilizara esta palabra tan inclusiva—, y homosexuales. Esto último lo descubrí hace años leyendo Pierre Seel. Deportado homosexual, donde el autor cuenta su internamiento en uno de esos campos por ser homosexual, su experiencia dentro de él, pero también el silencio que se le impuso cuando salió. «Cuando me visita la rabia, cojo el sombrero y el abrigo y me voy, despechado, a andar por la calle. Me imagino paseando por los cementerios que no existen, los cementerios de todos los desaparecidos que perturban tan poco la conciencia de la gente»[1].
Al salir, justo en lo que se conoce como la Puerta del Infierno, un joven rubio —muy guapo, por cierto— se nos acercó a mi marido y a mí y nos dio un folleto que no entendimos porque estaba en alemán. Por si era alguna invitación a un bar, un restaurante, o exposición, lo tradujimos con Google y descubrimos que era una convocatoria a una manifestación contra el silencio de la comunidad internacional ante el genocidio en Gaza. La verdad es que la convocatoria era a una hora muy prudente, las seis de la tarde, y mi Marido quería ir, pero como la experiencia dentro de Auschwitz había sido tan intensa para mí, le comenté que lo mejor era que buscáramos algún lugar para comer y después irnos a descansar al hotel, que él podía ir donde quisiera, pero que yo no había venido a Auschwitz para ir a una manifestación pro-Palestina.
Viajar tiene esas cosas, cansa mucho porque la mayoría del tiempo estás de pie, prestando atención a lo que ves y a lo que te dicen. Aunque también tiene que ver con el tipo de viaje que planificas, por eso de vez en cuando mi marido y yo —cuando el tiempo y el dinero nos lo permiten— hacemos viajes para descansar, para desconectar. Nos gustan mucho las playas del mediterráneo, hace unos años fuimos una semana a Jerusalén con la intención de, una vez allí, reservar un hotel los últimos días en algún lugar de la costa, pero no nos atrevimos a hacerlo porque nos dijeron que no era muy seguro ir hasta las playas que hay en la Franja de Gaza. Así que nos quedamos con las ganas. Pero pudimos pasear por la ciudad vieja de Jerusalén, ver el Santo Sepulcro, ponernos una Kipá y hacernos unas fotos mientras orábamos en El Muro de las Lamentaciones, y dar una vuelta por el ambiente gay de la ciudad de Tel Aviv.
Ayer, después de salir de la iglesia, estábamos en un bar con unos amigos tomando el vermut antes de comer y la conversación no era demasiado interesante, por eso me despistaba de vez en cuando con las noticias que veía en el televisor gigante del local. Fue entonces cuando escuché que Donald Trump —que me parece un ser abominable que va contra los derechos de las personas migrantes, las mujeres y las personas lgtbiq— proponía que, ya que la Franja de Gaza está destruida —las imágenes no dejan lugar a dudas— los gazatíes deberían irse a Egipto o Jordania para que Estados Unidos tomase el control de este territorio y lo convirtiera en un lugar turístico: La Riviera del Medio Oriente. Una idea que, pienso yo, no habría que condenar de antemano.
Al llegar a casa le expliqué a mi marido lo que había escuchado en televisión, y le propuse volver a retomar la idea de visitar las playas mediterráneas en la futura Riviera del Medio Oriente dentro de dos o tres años, y le pareció una idea terrible. La verdad es que la cosa acabó en una discusión porque a mí su postura me parece un poco hipócrita, para empezar porque qué culpa tenemos nosotros como consumidores turísticos de lo que ocurre en Gaza, además el conflicto lo comenzaron los palestinos de Hamás —que aunque tengan toda la razón del mundo, aquello les quitó cualquier legitimidad—, y por último, porque la zona está completamente destruida y le vendría bien la reconstrucción y la reactivación económica. A pesar de mis razones, no pude convencerle, así que a corto plazo no creo que podamos visitar La Riviera del Medio Oriente. Me propongo entonces planificar otros viajes, como alguno a África, quizás podríamos ir a colaborar con alguna ONG para construir un poblado, o ayudar en cualquier otra cosa que haga falta, a alguna entidad cristiana por ejemplo.
Carlos Osma
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El Discípulo Que[er] Jesús ∀maba,
[1] Pierre Seel – Jean Le Bitoux, Pierre Seel. Deportado homosexual, Barcelona: Edicions Bellaterra 2001, p.121.