La buena víctima

 



«Mohammed es un alumno de formación profesional que tiene 22 años», así comenzó presentándolo Víctor —su profesor— en el programa El matí de Catalunya Ràdio. «Es un muy buen alumno», apostilló, para después explicar que Mohammed pidió a su tutor si podía dejar en el centro el ordenador que le habían asignado porque tenía miedo de que se lo robaran. Fue en ese momento cuando su tutor descubrió que Mohammed dormía en la calle. Desde entonces, hace ahora casi un mes, el personal del Institut Llobregat de Hospitalet hace todo lo posible para que Mohammed tenga una cama donde dormir. No es un caso aislado solo hace falta recordar que más del 20% de la población en España está en riesgo de pobreza o exclusión social, y más del 8% está en riesgo de pobreza severa.

 

Que Mohammed —como tantas otras personas— debería tener una cama donde poder dormir y una alimentación saludable cada día, es algo básico y evidente, al menos para quienes pensamos que la dignidad de todo ser humano está por encima de cualquier otro valor o ideología. Sin embargo, a veces caemos en la trampa de creer que esos mínimos hay que merecerlos. Es algo inconsciente, y más de una vez yo mismo me he encontrado tratando de justificar que alguien es «muy buena alumna», o «muy buena trabajadora», o «muy buena persona», para poder situarla en un espacio en la que sea merecedora de derechos, de dignidad, de justicia. ¿Y si Mohammed fuera un mal alumno? ¿Y si estuviera enfadado con el mundo y tuviera comportamientos conflictivos? ¿Y si hubiera tenido que cometer algún delito para poder comer? ¿Se merecería entonces dormir en la calle todos los días?
 
La necesidad de ser bueno, de encajar en un sistema que está hecho para que no encajemos todas —ni todes del todo—, es una forma de opresión que se nos impone, y que imponemos, desde el privilegio. Solo desde ese encaje, desde esa sumisión a lo establecido, reconocemos la dignidad de la otra persona, antes no. Hay camisas de fuerza no solo para los buenos alumnos, también para las chicas buenas, las buenas personas con diversidad funcional, los buenos gais cristianos, las buenas madres, los buenos trabajadores, las buenas trans, les buenes migrantes… Y además, también tenemos esposas para apresar a quienes no cumplen nuestros requisitos mínimos de bondad, y aviones en los que enviarlos a algún Guantánamo donde ya no supondrán una amenaza para que nuestro mundo vuelva a ser grande otra vez.

La exigencia de bondad no se la deberíamos pedir a quien padece la opresión de un sistema injusto, sino a quienes lo controlan, o a quienes teniendo a su alcance la posibilidad de hacerlo más humano no lo hacen. Y eso tiene que ver también con nosotros, tanto a la hora de ponerlo en práctica en nuestro entorno personal, como exigiéndolo a nuestros responsables políticos, sociales, o religiosos. En esta que ahora llaman nueva era, pero que se parece demasiado a la que se vivió a principios del siglo XX, estamos en manos del individualismo más absoluto, en la defensa de los privilegios de unos pocos, aunque eso suponga que mucha gente no tenga esta noche una cama donde dormir. Aunque nieguen la existencia de personas que no reconocen su sexo como masculino o femenino. Aunque haya sudamericanos y africanos explotados —o mejor dicho esclavizados— trabajando en nuestros campos. Aunque bombardeen sus casas y les roben su territorio. Aunque salte por los aires el sistema de bienestar. 

Es evidente que hay una forma de entender el cristianismo que refuerza la existencia de la buena víctima. Ese en el que nos sentimos muy buenas personas por socorrer al necesitado, al marginado, al enfermo… Ese en el que urgimos al sometimiento y el silenciamiento de quienes padecen las consecuencias de una ideología neoconservadora, cuando no neofascista. Ese que ha puesto su razón de ser, su sentido, en la protección de una moral cruel, en el escarnio de las herejes. Sean estas maricas, feministas, de izquierdas, librepensadoras, o teólogues con una excelente formación. Pero urge más bien poner en el centro del cristianismo al ser humano, no como víctima, sino como ser libre y con dignidad, que merece justicia, protección y cuidado. Un cristianismo valiente que alce la voz y utilice toda su influencia y poder para exigir los cambios políticos, sociales y religiosos que sean necesarios. Un cristianismo que trabaje por la protección de todes les seres humanes —sean o no buenas a su parecer— y denuncie sin temor a los poderes que intentan someterles.

Antes de terminar este artículo leo en el periódico que el Ayuntamiento de Barcelona le ha ofrecido a Mohammed un alojamiento. Las acciones del profesorado han tenido su fruto, aunque de momento el alojamiento sea solo temporal. No es esta la solución que todas queremos para Mohammed, así que solo en la medida que la movilización continúe este alumno podrá tener una cama donde poder dormir cada noche. La justicia, la dignidad, la libertad, o la igualdad de derechos, no es algo que hemos conseguido para siempre, son más bien el alojamiento temporal por el que debemos luchar día a día. Si bajamos la guardia, si no luchamos por mantenerlas, mañana estaremos todas, como Mohammed, durmiendo a la intemperie.


Carlos Osma

 

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