La letra, la literalidad, el legalismo frente a cualquier texto bíblico no refleja la voluntad de quienes lo escribieron, sino la dificultad que tiene mucha gente hoy para aceptar que viven en un mundo construido por fragmentos de historia, enunciados cercenados, relatos hechos pedazos, ritos recodificados y formas de autoridad teatralizadas.1
Hay gente que es divina, nosotras somos testigues de cómo diviniza la masculinidad, la heterosexualidad, la normalidad, la blancura de la piel, el alzacuellos, la riqueza, el binarismo, los cuerpos perfectos, o el apellido. Como es capaz de construir seres (in)humanos sólides, compactas, sin fisuras. Y quizás para esa gente divina la literalidad de la Biblia, como el mantenimiento de sus privilegios, es un bien y un regalo divino que están dispuestas por todos los medios a proteger.
Las persones queer no tenemos la suerte de poder leer así el Cuarto Evangelio porque, al igual que él, nos hemos construido a trozos. Además no todos nuestros trozos son hermosos, algunos de ellos contienen fragmentos de rechazo, de vergüenza, de odio, de fracaso, de errores cometidos y de otras cosas de las que no estamos orgulloses. Trozos que nos implantaron cirujanos divinos que no nos amaban, o que nos esculpimos nosotres con nuestras propias manos. Con todos esos pedazos –los buenos y lo no tan buenos– tratamos de construirnos, de crear una identidad frente a –y con– las demás, y no es fácil hacerlo porque se nos ven las costuras con las que tratamos de juntarlos, y las contradicciones son a menudo demasiado evidentes.
Pero como en el Cuarto Evangelio, estoy convencido de que las costuras y las contradicciones pueden llegar a decir más sobre nosotres que los trozos que unen, porque es en ellas donde se manifiesta nuestra determinación por seguir a Jesús, por dar sentido a nuestras vidas y a las de las personas que tenemos cerca. En ellas se vislumbra la esperanza queer, esa que no está dispuesta a rendirse nunca, y a reescribirse todas las veces que sea necesario para tener vida. Una vida auténtica que –como dijo el personaje de La Agrado en la película Todo sobre mi madre– nos permita parecernos lo más posible a eso que siempre hemos soñado de nosotras mismas. O incluso, que vaya más allá de nuestros sueños, para crear sueños compartidos de liberación.
Carlos Osma
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