Sigue sorprendiéndome que, incluso personas que se definen como progresistas, cuando se habla de inclusión de las personas queer dentro de las comunidades cristianas, continúan poniendo el foco en nosotras, en las personas queer: ¿deben ser expulsadas de la comunidad?, ¿les dejamos quedarse si se mantienen célibes?, ¿mejor que no digan nada y pasen desapercibidas?, ¿demostramos nuestro amor cisheteronormativo -al que llamamos evangelio- permitiéndoles que vivan en pareja para que no sean promiscuas?, ¿las casamos porque somos buenos?, ¿les dejamos que sean pastoras porque somos progres? Debates, enfrentamientos, que son solo una muestra de queerfobia, por un lado, e incapacidad de dejar de imponer el obligo cisheteronormativo como centro del evangelio.
Con nuestros polvos, con la manera en la que miramos a la vecina de enfrente por la ventana del baño mientras nos hacemos una trenza, con la forma en la que nos vestimos, o incluso con cómo nos nombramos seguimos haciendo ricas a muchas cristianas. Mueve tanto dinero en el amoroso mundo evangélico la transfobia, la lesbofobia, o los mensajes de odio hacia nuestras familias. ¡Se forran con nosotras! ¿Quién en su sano juicio se comería a la gallina de los huevos de oro? Hay que montar entidades para defender a nuestros hijos, a las familias heteronormativas, a quien haga falta. Hay que defender el evangelio del euro, del dólar, de la libra. Lo que da hoy dinero dentro del cristianismo es la queerfobia, mucho más que la justicia, mañana ya veremos.
El verdadero problema de las comunidades cristianas no somos nosotres, sino sus teologías que no han sido capaces de reformular, de mantener con vida. Y no lo han hecho por muchas razones, pero sin duda una de ellas es que se han creído tan escogidos, tan elegidos, tan elevados respecto al común de los mortales, que han acabado por no ser de este mundo. El problema es que el mundo paralelo que se han montado, y en el que su teología es incapaz de ser puesta en entredicho porque en realidad es más bien loroteología, es decir, repetir y repetir lo que me han dicho, que alguien dijo, que le dijeron… no es un mundo mejor, no es un mundo evangélico -en el sentido bíblico- sino un mundo donde se puede odiar a quien es diferente a mí porque pone en entredicho lo que yo creo. Y si ese odio que cada día voy introduciendo en otras personas, les hace abandonar la comunidad cristiana, o incluso lanzarse un día por un barranco, pues que le vaya bien, yo no me voy a replantear nada de nada.
No somos tan importantes, no somos a las primeras que les ocurre lo mismo -aunque esto no haga menos dolorosa la situación-, han puesto en el centro del debate nuestros afectos, nuestra manera de entendernos, o nuestras prácticas sexuales, porque son incapaces, no les conviene, o simplemente no les apetece, replantearse cómo es posible que su odio se sienta tan confortable y justificado dentro de sus teologías. Y en este punto deberíamos ser inflexibles, no dejando que se nos ponga en un lugar que no nos corresponde, en ningún caso. Y diciendo bien claro que lo que predican nada tiene que ver con el evangelio, que no hay pacto posible entre el odio y el seguimiento de Jesús. Que lo suyo no es cristianismo literalista, fundamentalista, o conservador. Porque, y esto hay que decirlo clarito: lo suyo no es cristianismo.
Carlos Osma
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