La higuera genocida

 


Si hay un anuncio que comparte cualquier modalidad de evangelicalismo, es la inminencia de la venida de Jesús y el fin del mundo tal y como hoy lo conocemos. Y aunque no dejan de repetir que no se sabe ni el día ni la hora en que esto ocurrirá, sí que están convencidos de que ya hay señales en la historia que nos indican que ya queda muy poco para que vuelva como un ladrón en la noche. Por eso, animan a sus seguidores a estar expectantes y en oración para saber discernir esas señales. Se trata de catástrofes naturales como terremotos, la existencia de guerras, la persecución de los cristianos, el abandono de la fe o la predicación del evangelio fundamentalista a todo el mundo, por citar algunas. Sin embargo, es también necesaria la reconstrucción del Templo de Jerusalén o la restauración de Israel, que brotará tras estar dormido como una higuera en invierno.[1] 

 

El fundamentalismo evangelical siempre ha sentido debilidad por el judaísmo, a diferencia de la mayoría de iglesias históricas que, en mayor o menor medida, en momentos puntuales o a lo largo de varios siglos, ha sido profundamente antisemita. Con las consecuencias de sufrimiento, barbarie y muerte de personas de origen judío que todas conocemos, y que nos avergüenzan profundamente. Es cierto que el fundamentalismo evangelical espera —y promueve— la conversión al cristianismo de toda persona judía, pero cree que la existencia del Estado de Israel y la vuelta de todos los judíos a su tierra es una condición necesaria para la segunda venida de Jesús. Además, interpretan que las palabras que Yhvh utilizó en la elección de Abraham se extienden a todo el pueblo judío que de él procede: «Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan; por medio de ti bendeciré a todas las familias del mundo» (Gn 12,3). Así que para cualquier evangelical que se precie, y que quiera ser bendecido, lo mejor es estar siempre del lado de cualquier movimiento político que afirme la autodeterminación del pueblo judío y el derecho a recuperar su propia patria. Una patria cuyo territorio va más allá de lo que hoy es el Estado de Israel, y contiene Cisjordania, la Franja de Gaza, los Altos del Golán y la Península del Sinaí.

 

La destrucción de Gaza, los casi setenta mil palestinos asesinados por el ejército israelí —de los que al menos una cuarta parte son niños—, la voluntad de matar de hambre al resto de la población gazatí impidiendo que les pueda llegar la ayuda internacional, el continuo desplazamiento de palestinos de unas zonas a otras, el bombardeo de hospitales y una innumerable e indescriptible muestra de atrocidades más, han sido retransmitidas en directo por los medios de comunicación —a pesar de que el Gobierno israelí, en un afán de invisibilizar la barbarie, no ha permitido la entrada de periodistas en Gaza—. Todas lo hemos visto. Y pese a las condenas, manifestaciones, y presiones recibidas, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, del partido de derechas Likud, no ha dado su brazo a torcer y ha continuado con el genocidio del pueblo palestino, apoyado y empujado por varios partidos ultraortodoxos judíos y de ultraderecha. Hasta hoy, cuando Donald Trump le ha obligado a pactar un acuerdo de paz con Hamas.

 

Es conocido el apoyo que muchos judíos han dado a Trump en Estados Unidos para que permitiera el genocidio que el Estado de Israel ha cometido en Gaza —muchas informaciones dicen que, más que el sufrimiento del pueblo palestino, lo que ha hecho a Trump presionar a Netanyahu para acabar con la guerra, ha sido que el pasado mes de septiembre se atreviera a atacar a líderes de Hamas en territorio de Catar, aliado de Estados Unidos en esa zona—. Sea como fuere, según una encuesta reciente del Jewish Voters Resource Center,[2] un instituto especializado en el electorado judío estadounidense, la mayoría de los judíos de este país —sobre todo los más jóvenes— están en contra de muchas de las políticas de Trump; entre ellas, la gestión de lo que está ocurriendo en Gaza.

 

Es mucho más complicado encontrar reticencias dentro del movimiento fundamentalista evangelical estadounidense que, salvo pequeñas disidencias, mantiene su apoyo incondicional a Trump. Los sionistas evangelicales han logrado, por ejemplo, que Trump haya situado como embajador de Estados Unidos en Israel al político y pastor bautista Mike Huckabee, quien cree que Palestina es parte de la tierra que Dios ha entregado a los judíos, y que lo que ocurre en Gaza «es el cielo contra el infierno. Es el bien contra el mal». Para quien necesite aclaración, «el infierno» o «el mal» es la población palestina. También Charlie Kirk —el nuevo santo evangelical— antes de ser asesinado había declarado: «No quiero que los bárbaros islamofascistas asalten las puertas de Jerusalén. Quiero que se protejan los lugares santos. Creo en Tierra Santa, me encanta que Jesús anduviera sobre el agua allí». Creo que ese último «me encanta que Jesús anduviera sobre el agua allí» puede ser un buen eslogan para promocionar el turismo evangelical en la futura Riviera de Gaza.

 

Pero lejos del país de las libertades —en España, por ejemplo— el movimiento evangelical, tan conectado y deudor del estadounidense, decidido como su hermano mayor a hacer un pacto de supervivencia con los partidos de derecha y ultraderecha, se ha quedado mudo. Y aquí es donde se le han roto las costuras del traje de pureza, amor y Verdad que decía llevar puesto, dejando al descubierto su hipocresía, la falta de empatía, y los intereses particulares que defiende. Sus medios de comunicación han decidido mantenerse al margen. Solo hoy, algunos de ellos se han atrevido a anunciar el acuerdo de paz de Daddy Trump. Sus entidades más representativas, acostumbradas como nos tienen a realizar comunicados por cualquier estupidez —solo hay que recordar aquella en la que mostraban su rechazo por la denuncia que una pareja gay estadounidense interpuso a una pastelería que no quiso hacerles su pastel de boda—, en el caso de la muerte de decenas y decenas de miles de palestinos por parte del ejército israelí, han mantenido un absoluto silencio. Han seguido la consigna de la ultraderecha nacional hispana. Al final, quienes decían predicar evangelio y no religión, han mostrado que pueden estar a la altura de los momentos más vergonzosos de cualquier religión que se precie. Que lo suyo, más que palabra infalible, más que seguimiento de la revelación recibida, es una manera particular de ver y estar en el mundo. De posicionarse políticamente con quienes siempre lo han hecho —la cabra siempre tira al monte—. Ser testigas de su forma de aproximarse al sufrimiento palestino, que es un claro indicador de su manera de habitar el mundo, ha sido repugnante.

 

Para el mundo evangelical el color siempre ha sido un problema; lo suyo es el blanco y el negro, así que condenar el genocidio del pueblo palestino significa celebrar el atentado de Hamas de hace dos años en el que este grupo terrorista asesinó a mil cuatrocientas personas y secuestró a doscientas cincuenta y dos. Afirmar que el pueblo palestino tiene derecho a tener un estado propio, es posicionarse contra los derechos de las mujeres, de las personas LGTBIQ+ o de las minorías religiosas en Palestina. Decir que el Estado de Israel no puede saltarse el derecho y anexionarse unilateralmente territorios de Gaza, es negar la autoridad de la Biblia. Y podemos seguir con estos eslóganes falaces que lanza la ultraderecha evangelical hasta el infinito, pero su forma de ver el mundo no favorece la convivencia, ni resuelve los conflictos; más bien los genera o los agrava. Lo hemos visto claro entre Israel y Palestina estos últimos dos años. El fundamentalismo evangelical es un problema político de primer orden en Estados Unidos, pero puede llegar a serlo también aquí, sobre todo ahora que se siente reforzado por sus alianzas ideológicas con políticos de derecha, ultraderecha, o fascistas directamente.

 

Desde un punto de vista evangélico, tratar de atraer a los fundamentalistas evangelicales hacia el Evangelio, no es sencillo. Sobre todo porque en el fondo lo que buscan no es justicia, amor, paz, o solidaridad, que son algunos de los valores del Evangelio de Jesús, sino Verdades que les ofrezcan seguridad. Y la experiencia nos dice que el camino más corto a la seguridad es el de la violencia. Quizás por eso, las bombas israelíes que caían sobre hospitales en Gaza con la excusa de asesinar a terroristas de Hamas escondidos allí, y devolver así la seguridad al pueblo de Israel que se había sentido vulnerable tras los atentados terroristas de Hamas, a los evangelicales no les parecían lo suficientemente terribles como para condenarlas. No hay que darlo todo por perdido; seguro que entre los evangelicales quedan diez justos y al final no se consuma la destrucción de su Dios despiadado. Muchos cristianos parecen haber perdido la esperanza con ellos —o quizás los temen, porque saben cómo se las gastan— y por eso no se atreven a llamarlos al arrepentimiento. Pero hoy puede ser el mejor día para invitarles a entrar en razón, para decirles que dejen de buscar seguridad y se pasen al Evangelio. Habrá que armarse de valor y confrontarlos por el bien de nuestras comunidades, y tal como se están poniendo las cosas: por el bien del mundo entero.

 

Carlos Osma
 

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Notas:

[1] Así interpretan textos como: «De la higuera aprended la parábola: Cuando su rama está tierna y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, conoced que está cerca, a las puertas… Velad para que cuando venga (el Hijo del hombre) de repente, no os halle durmiendo» (Mr 13, 28;29;35).

[2] https://jewishvoters.org/wp-content/uploads/2025/05/JVRC-Survey-Analysis-050825.pdf

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