Creo que Paul Preciado no fue certero en su análisis cuando hace quince años publicó en el periódico La Vanguardia el artículo Cuerpos Insumisos, en el que decía que «en los últimos dos siglos, el cuerpo progresivamente desalojado por lo sagrado, lo metafísico y lo estatal… se deja okupar por las fuerzas del capitalismo global». Porque la religión y los poderes políticos, siguen queriendo okupar nuestros cuerpos, a insultos, amenazas, golpes, hambre, cárcel, metralla, o bombas que caen desde aviones de combate rusos. El capitalismo no ocupa el cuerpo, sino que lo moldea, alimenta, tunea, controla, resignifica, o explota, si puede sacar de él beneficio, y cuando ya no es así lo destruye. Pero por mucho que ruja, la realidad muestra que es incapaz de plantarle cara al fundamentalismo religioso, que ha aprendido a aprovecharse de él, y que sus armas de disuasión económica no pueden detener las barbaries que se hacen en nombre de la seguridad nacional, como la que ahora está teniendo lugar en Ucrania.
Los cuerpos de los ucranianos quieren ser utilizados como escudos entre la OTAN y Rusia, los cuerpos de las mujeres, y de las personas LGTBIQ son secuestrados para ocultar la corrupción en Guatemala, o en Uganda. Los cuerpos de mujeres y hombres en el Sudán, Yemen, Chad, o en las zonas más degradadas de nuestras ciudades, son borrados, no ocupados, por el capitalismo. Y hay discursos religiosos que dan cobertura a estas acciones de ocupación o eliminación, porque ven a Dios tras los poderes que las realizan. Hay discursos religiosos que abandonan a las personas, sus necesidades, deseos, o esperanzas, para irse al mundo de la teoría, la ideología, y la doctrina, donde se encuentran y hacen alianzas con quienes quieren ocuparnos el cuerpo para sus propios intereses.
Ojalá tuviera razón Paul Preciado y solo tuviéramos que defender nuestro cuerpo del capitalismo, pero todavía hay que trabajar para construir sociedades donde sepamos reconocer cuándo un poder está intentando ocuparnos el cuerpo, y cuáles son las consecuencias, para poder decir libremente si queremos, y hasta cuando queremos que lo haga. Sociedades más libres y humanas, donde los intereses de unos no se consigan a costa de las vidas de otros. Donde nos comportemos como tantas y tantos ucranianos hoy, negándonos a que nos ocupen, negándonos a ser controlados por la fuerza. Trabajando también en comunidades cristianas que nos acompañen a todas en el proceso de extirparnos a Dios del cuerpo, esa imagen de Dios construida por la mirada y los intereses de quienes se creen autorizados a decirnos qué debemos, y qué no debemos hacer con nuestro cuerpo. No es una tarea fácil, hay muchos intereses en juego, y una pugna constante de diferentes poderes para mover sus fronteras y ponernos a su servicio.
No sé si puede existir un cuerpo no ocupado, de hecho, este término me hace pensar en la muerte. Creo que los cuerpos con vida siempre lo están, pero esas ocupaciones deberían ser siempre consentidas, nunca forzadas. Producidas por la conquista del amor, y no por la amenaza de penas de prisión, del castigo del infierno, o de tanques que destruyen lo que hasta hoy mismo era nuestro mundo. Lo que nos ocupa, nos define, nos permite una vida feliz o una que no lo es, nos hace crecer o nos destruye. Ojalá en Guatemala, en Ucrania, en Palestina, en Barcelona, en todo el mundo, pudiéramos vivir todas y todos en paz. Ojalá las comunidades cristianas, las judías, las musulmanas, las de cualquier otra religión o espiritualidad, nos ayudaran a extirparnos el odio, el temor, el orgullo, y las ansias de poder del cuerpo. Ojalá los poderes que quieren ocuparnos, se comportaran como el dios que aparece en el libro del Apocalipsis, ese que llama respetuosamente a nuestra puerta, para que, si queremos, le invitemos a entrar y cenar juntos. A ese dios no quiero extirparlo, quiero que se siente en mi mesa.
Carlos Osma
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