El capítulo tres de la carta de Pablo a los Filipenses comienza con una invitación: «Por lo demás, hermanos, gozaos en el Señor», pero para lograr ese estado de alegría y felicidad al que el apóstol llama a los cristianos de esa ciudad, les recomienda algo que creo, nos puede venir muy bien también a nosotros: «Guardaos de los perros, guardaos de los malos obreros, guardaos de los que mutilan el cuerpo». Además explica de una forma muy clara cual es la forma en la que él entiende el seguimiento de Jesús: «Olvidándome ciertamente de lo que queda atrás y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta». Una receta que, quizás, veinte siglos después, sigue siendo igual de efectiva.
Hoy me he levantado, y he vuelto a mirar a los ojos a varios malos obreros, esos que en vez de edificar, ponen todas sus energías en destruir, en destruirnos la vida a ti, a mí, y a quienes pillen por delante. También he intentado recordar los ojos de quienes ya no me acompañan, porque es mejor así, porque el amor no puede siempre con el odio. Y tengo mil razones para querer cambiar el mundo, para desear que el Reino llegue ya, para construir justicias temporales, esas de carne y hueso que nos hacen la vida más fácil. Dicen que existen justicias eternas, pero a mí esas justicias me ponen en guardia, no he conocido ninguna que me haga la vida más fácil. Yo prefiero la justicia que señala con el dedo a quien nos odia, la que nos permite darnos el sí quiero, la que condena a quienes nos golpean por cogernos de la mano por la calle, la que nos ayuda a tener hijos, la que nos visibiliza, la que enseña a respetar nuestra diversidad en la escuela, la que nos reconoce el derecho a ser llamados por nuestro nombre… Quienes tienen todo esto dado, supongo que se pueden permitir el lujo de preocuparse por las justicias eternas, pero a nosotras las justicias eternas nos despistan de lo importante, de lo urgente, de la vida.
Quienes nos quieren mutilar el cuerpo, pretenden que nos dejemos arrancar todo aquello que no cabe en su camisa de fuerza, y que lo hagamos sin rechistar, sin ni siquiera quejarnos. Porque los carniceros de dios solo cumplen la voluntad divina. Ser ateo de este dios, no ha impedido que nos dejaran más de una cicatriz en el cuerpo, pero nos ha ayudado a mantener el cerebro y el corazón. Podemos lamernos cada día las heridas, estamos en todo nuestro derecho, o esconderlas para que no se regocijen los carroñeros de Baal. Pero sería estúpido que, después de todo, fuésemos nosotras quienes les regalásemos lo que querían. Lo que de verdad deseamos no es llorar, ni denunciar, ni gritar, ni mantenernos callados. Nuestro objetivo real no es acabar con la LGTBIQfobia, el fundamentalismo y la intransigencia, esos son únicamente los Goliats con los que estamos obligadas a lidiar para conseguir algo más terrenal, egoísta quizás, o incluso naif: queremos ser felices, al menos todo lo que se puede ser en un mundo imperfecto. Y mirando únicamente nuestras cicatrices no lo vamos a conseguir, si queremos tener alguna posibilidad de lograrlo, hay que echar también mano de la inteligencia y el amor, del cerebro y el corazón.
Pablo era un campeón, tenía la capacidad de olvidar «lo que queda atrás», o a lo mejor se autoengañaba, no lo sé. Para algunos de nosotros esto no está a nuestro alcance, al menos todavía, pero lo que sí que lo está es lo que comparte después: «extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta». Y es que hay que moverse hacia esa meta que quizás no se concreta de la misma forma para todos, porque cada uno tiene sus expectativas, sus necesidades. Pero las metas nunca vienen a nosotros, es imposible alcanzarlas si nos quedamos inmóviles en el punto de partida. Hay que levantar la cabeza que antes teníamos agachada, poner la mirada en donde queremos llegar, no en las heridas o en quienes nos las hicieron, y comenzar a caminar en esa dirección. Para los seguidores de Jesús, la meta es la salvación, la vida en plenitud, pero no entendida de forma teórica, sino concreta, práctica y real. Y si en algún momento caemos o nos desesperamos, no quedaremos para siempre postrados, porque el Señor nos sostendrá con su mano (Sal 37,24).
Carlos Osma
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