Mi madre siempre me decía que no tenía que preocuparme tanto, que al final las cosas caen por su propio peso. Y hoy tengo que volver a reconocer que, como en tantas otras cosas, tenía razón. Me acabo de enterar de que una persona que se había significado contra los derechos de las personas LGTBIQ, que había promovido terapias reparativas, y que había repetido hasta la saciedad que las personas LGTBIQ no pueden ser cristianas, ha decidido por fin aceptarse y reconocerse como homosexual. Parece que lo de la incompatibilidad entre orientación sexual y cristianismo lo sigue pensando y ya no se identifica como cristiana.
Parece que esta persona
ahora se ha liberado, y quizás porque todavía cree que solo los heterosexuales han
sido bendecidos con la gracia del cristianismo, ha abandonado la fe. No entro
aquí a opinar sobre este caso concreto porque no lo conozco personalmente, no
sé si su cruzada era una huida de sí mismo, o se trataba de un ególatra que
quería llegar a ser alguien a costa del sufrimiento de los demás. Sea lo que
sea, la verdad es que si esta persona vivía en un entorno fundamentalista, lo mejor
que puede hacer es salir de allí, rodearse de gente equilibrada que le quiera y buscar ayuda psicológica. ¡Que le vaya bien y logre ser feliz!, y si puede
ser, que algún día pueda descubrir que el mensaje de Jesús no tiene nada que ver con
la homofobia ni el fundamentalismo, sino con el amor y la libertad.
Lo que he contado hasta
aquí, ha sido mi primera reacción a la noticia, sin embargo después he sentido
cierta indignación, y lo digo tal como lo siento. Muchos hemos colaborado con
la LGTBIQfobia en algún periodo de nuestra vida, unos más y otros menos, unas
de forma más activa y otras por simple omisión. Y es algo lógico y comprensible,
casi se nos obligó a ser supergirls para enfrentarnos al mundo entero cuando ni
siquiera habíamos salido de la infancia, y no todo el mundo sirve para
superheroína. ¡Ya me gustaría a mí haber visto a quienes levantan su dedo acusador si hubiesen estado nuestra situación! Pero volviendo al tema de mi indignación, que creo que es
donde reside lo importante, pienso que la aceptación de nuestra identidad
sexual o de género no puede borrar de un plumazo nuestras responsabilidades. Y
si hicimos daño a gente en el pasado (no me refiero a quienes nos querían a
toda costa cisgénero y heterosexuales), pues deberíamos pedir perdón, o al menos
podríamos intentar poner vendas en algunas heridas.
Me reitero en lo dicho,
hay veces que no es suficiente con reconocerse por fin como LGTBIQ y estar
dispuesto a vivir sin más engaños. Si una persona ha colaborado con instituciones
cristianas que promueven la LGTBIQfobia y venden los discursos de odio como
evangelio, si sabe, porque ha participado y las ha promovido, que estas instituciones
amparan terapias reparativas a jóvenes y adolescentes; entonces tiene la
responsabilidad moral de dejar de pensar en sí mismo, levantar la voz, y denunciarlo.
Tiene que hacer pública la falsedad del discurso de amor al prójimo con el que
estas instituciones enmascaran su profunda homofobia, y explicar el riesgo en el
que ponen a muchas personas LGTBIQ, la mayoría de ellas jóvenes y adolescentes
que han nacido dentro de las comunidades cristianas a las que representan. No
es ético decir: ¡Yo ya me he liberado!, cuando se ha colaborado en la opresión
de tanta gente. Su denuncia es difícil que haga cambiar de hoy para mañana esas
instituciones que se dicen cristianas, pero puede ayudar a escapar de ellas a
mucha gente, o incluso puede salvarles la vida.
Cuando uno siente que no
tiene fuerzas para enfrentarse a su pasado, y lo único que quiere es pasar página y olvidar, lo que mejor puede ayudarle a entender qué es lo correcto, lo
que se debe hacer, es ponerse en la piel de todas las personas LGTBIQ a las que
ha engañado durante tanto tiempo y recordar cada una de las cosas que les
decía para destrozarles la vida. Yo creo que una vez hecho esto, uno no puede
más que verse humanamente obligado a hacer un gesto de dignidad pidiéndoles
perdón y denunciando a las instituciones con las que ha colaborado. No se puede
cambiar el pasado, pero siempre se puede intentar que no se vuelva a repetir para
evitar más sufrimiento. Quizás esa sea la única forma de dar un mínimo de
sentido a lo que ha ocurrido.
Carlos Osma
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