Con el COVID-19 #Yomequedoenlacalle
En este momento tan complicado
que nos ha tocado compartir, el del Covid-19, yo intentó mantener las rutinas. Me
levanto temprano, y mientras desayuno leo los periódicos para informarme de cuántas
personas están ya infectadas y cuántas, lamentablemente, han fallecido. Después,
reviso el correo para ver si mis alumnos me han enviado algún mensaje, les respondo
y envío otras actividades. Cuando se levantan mis hijas, les ponemos el
desayuno y subimos a la terraza para leer, o simplemente estirarnos al sol.
Bajamos y nos conectamos todos al ordenador un rato para trabajar, hacemos la
comida y, al acabar, una hora de descanso para hacer la siesta, escuchar música
o dibujar. Retomo la jornada revisando los correos que me han vuelto a enviar los
alumnos, mientras mi marido lee y mis hijas hacen un poco de inglés con Duolingo,
escribo un poco, y a eso de las seis de la tarde damos por acabada la jornada
de trabajo.
Tras la merienda una hora
de tiempo libre y compartido entre los cuatro, a las siete ellas cogen el
teléfono para hacer videollamadas con sus primas o amigos mientras nosotros nos
conectamos a Skype con otras cinco familias LGTBIQ más para ponernos al
corriente de las anécdotas del día: el padre de Jordi está en cuidados
intensivos por el Covid-19 pero parece que está mejorando, Katy lleva fatal lo
del confinamiento, y Marcel·lí explica que hoy ha hecho una cesárea y todo ha
salido bien. A las ocho nos despedimos y salimos al balcón para mostrar nuestro
apoyo al personal sanitario con un aplauso, y si el rey Felipe VI ha hecho un
discurso por televisión sin hacer referencia alguna al presunto dinero ilegal que
su padre tiene en cuentas suizas, volvemos a salir al balcón para participar en
la cacerolada. Hacemos la cena, cenamos, y tenemos sesión de cine familiar. Nos
vamos a dormir, pero antes, echo un último vistazo a las noticias para ver
datos actualizados: La curva de infectados crece a toda velocidad y lo peor
está todavía por llegar.
Aunque el futuro sea
incierto en estas circunstancias sé que, por el momento, me encuentro entre los
afortunados. Solo necesito abrir un grupo de whatsapp para, además de ver vídeos
divertidos que me hacer sonreír, enterarme de personas que están preocupadas
por su negocio, otras a las que su empresa ha aplicado un ERTE o directamente
las ha despedido. Amigos que empiezan a sentir ansiedad por llevar una semana
solos en casa, u otros que tienen un listado de las familias que en el colegio,
instituto, iglesia u oficina, tienen un miembro enfermo por el virus.
Esta mañana mientras ponía
la capsula en la cafetera, miraba el grupo de whatsapp de antiguos compañeros
de EGB. Y tras ver un vídeo en el que dos falleras se resistían heroicamente
a la situación haciendo la tradicional ofrenda de flores del día de San José en
el terrado de su casa ovacionadas por los vecinos, una amiga cambiaba de tercio
y nos devolvía a todos a la triste realidad escribiendo: Esto es una
catástrofe, una catástrofe que no hace diferencias, todos corremos riesgo,
nuestras familias están amenazadas. En menos de dos segundos alguien relajo
la situación haciendo una broma al respecto, y en tres minutos, ya habíamos vuelto
a comentar el vídeo de las falleras.
Dejé el móvil, cogí el café,
abrí la ventana de la cocina y me asomé para tomar el aire y echar un vistazo a
la plaza. Vi en los balcones a gente que como yo estaba desayunando, a otras pedaleando
en una bicicleta estática, o haciendo estiramientos, a tres personas haciendo aerobic,
y a una muchacha que se liaba un porro mientras ponía a tope la música y
bailaba con un transeúnte que pasaba por la plaza. Eso me hizo bajar la mirada
y darme cuenta de que por la calle pasaba gente caminando rápidamente,
posiblemente iban a trabajar, mientras otras tres o cuatro paseaban a
su perro con la bata y el pijama todavía puestos. Esa mirada que fue de arriba abajo
fue la que me permitió constatar que la frase lapidaria de mi excompañera de
colegio no era del todo cierta: el virus es una amenaza para todos, pero no
todos estamos igual de expuestos, no todos corremos los mismos riesgos. Y eso
lo vi aún más claro al ver a unas diez personas sin hogar que esperaban,
sentadas en el suelo o en un banco, a que se abriera El Chiringuito de Dios:
un local que ofrece desayuno, comida y cena a personas que viven en la calle. La
gente sin hogar se enfrenta a la pandemia sin protección alguna, muchos con
enfermedades previas que les hacen ser un colectivo de riesgo. No todos estamos
igual de expuestos, no todos somos iguales, #Yomequedoencasa es un hashtag con
menos riesgo que #Yomequedoenlacalle.
Corren por la red muchas
reflexiones sobre lo vulnerables que nos hace sentir este virus, y es cierto,
aunque también creo que cualquiera de nosotros se ha enfrentado ya antes a situaciones
que le han concienciado de su vulnerabilidad. A mí el Covid-19 me ha ayudado a
ver con más claridad lo necesario que es lo colectivo, aquello que es de todas
y de todos, y lo urgente que es tomar medidas para que las desigualdades
desaparezcan. No podemos decir que el Covid-19 mata a mucha gente, es una media
verdad, lo mata el Covid-19 junto a otros factores como la pobreza. Con un sistema
sanitario público (pero también educativo, de pensiones...) suficientemente
valorado y financiado, ayudaremos a que las futuras catástrofes realmente no
hagan diferencias entre nosotros. Las políticas de recortes que hemos sufrido
en la última década en los servicios públicos son corresponsables, junto al Covid-19,
del drama que ahora estamos viviendo. Los servicios públicos no son caros, no
son deficientes, esos comentarios provienen de quienes están menos expuestos a
esta pandemia; los servicios públicos son lo que permite la equidad, la cohesión
social, y también, ahora se ve más claro, la vida.
Carlos Osma
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