La cruz en tiempos de covid-19

Parece que a falta de representaciones teatrales, procesiones, sermones, o películas sobre la crucifixión de Jesús, este año se impone la realidad misma como forma de reflexión sobre un elemento central de la fe cristiana, la muerte de Jesús. Es duro que sea así, pero a estas alturas es más que evidente que estamos en ese punto. Cada uno de nosotros ocupa una posición respecto a la cruz en esta macabra escena: los enfermos y fallecidos clavados en ella junto a sus familias, los sanitarios y personal esencial al pie de la cruz acompañando a los que sufren, quienes intentan sacar algún provecho económico custodiándola para que sea visible por todos, personas de otros lugares del mundo viéndola pasar a través de la pantalla de su televisor o teléfono móvil, la población confinada en sus casas alejándose con miedo de ella como los discípulos, y finalmente dios, ocupando el mismo lugar que entonces, el de la ausencia.

Si uno intenta identificarse realmente con el otro, enseguida se percata de lo difícil que resulta, pero aún es más complicado si el otro es sustituido por un número o un porcentaje. Esa es la forma en la que están representados los muertos e infectados, por miles o cientos de miles, por un índice de incremento, por gráficos en escala logarítmica, por medias y desviaciones típicas. En la pasión de este año, la cruz es antes que humanidad, matemáticas. Las enfermeras, las doctoras, las cuidadoras de ancianos, las cajeras de supermercado, las barrenderas, las bomberas... todas esas personas que están al pie del cañón, o utilizando un término evangélico, al pie de la cruz, son aplaudidas cada día a las ocho de la tarde. Ese es el reconocimiento que tienen por parte de una sociedad que antes de la crisis no valoraba debidamente su labor. Al identificarnos con ellas vemos como habíamos invertido el orden de prioridades, como lo humano, su cuidado y protección, estaba al final de todo. Las labores que ahora se nos revelan como esenciales están mayoritariamente mal pagadas, se realizan en condiciones precarias, y hasta hace unos días se hablaba de ellas más en términos de déficit para el Estado que de beneficio para la sociedad.

La falta de material, y sobre todo la dificultad para encontrarlo, nos ayuda a ver la punta del iceberg de quienes se aprovechan del drama. Las empresas y gobiernos que venden material sanitario al mejor postor prefieren que la agonía de la cruz se alargue lo más posible, por eso están dispuestos a poner soldados que la custodien. Dos o tres días de retraso en la llegada de su material, significa decenas de miles de infectados más y, por tanto, más ganancias futuras. Esos son los beneficios de la privatización de los servicios esenciales, el enriquecimiento de unos pocos a los que no les importa amasar fortunas con el sufrimiento y la muerte de lo demás. Y nuestros votos han ido durante años para programas políticos en los que era explícito esa privatización de lo público, de lo esencial. Mientras esto ocurre, frente a la cruz, el temor se apodera de quienes son únicamente testigos de lo que está pasando. Personas que se preguntan si también a su país llegará el virus, la muerte y las restricciones. Un temor que les predispone a ceder parte de sus libertades a los gobiernos, de permitir el control de sus vidas por el bien de todos. Unas libertades que no saben si en algún momento volverán a ser suyas, o si ya las han perdido para siempre.

En los evangelios, los discípulos confinados eran unos pocos, en nuestra actual Pasión ese es el lugar reservado para la mayoría. Allí en nuestra casa, con la puerta bien cerrada y su pomo desinfectado, intentamos pasar el rato entre libros, música, televisión, redes sociales y familia. Y mientras van pasando los días vivimos una montaña rusa de sentimientos. Por un lado nos creemos seguros, al menos por el momento la cruz nos queda lejos; por otra útiles, confinados colaboramos para frenar la cadena infernal de muertes. Pero no podemos negar que sentimos incertidumbre ante lo que nos espera: ¿cuándo podremos salir a la calle? ¿estaremos seguros? ¿nuestra vida volverá a ser como antes? Y es que tenemos miedo, no queremos que las personas que amamos acaben en una cruz, ni tampoco nosotros. No queremos morir, tenemos muchos planes por delante, gente que nos necesita y a la que necesitamos. Además, hay momentos en los que nos identificamos con el abandono que invadía a los discípulos mientras su maestro era crucificado. Parece que dios no está por ningún lado, no hay nada real que nos pueda hacer creer que va a ayudarnos, a guiarnos en un momento tan complicado. Dios no está, nos ha abandonado a nuestra suerte, y en nuestra casa.

No se puede entender lo que significa la crucifixión y la muerte de Jesús si lo hacemos con la mirada puesta en la resurrección. Ninguna de las personas que la vivieron pensaron que Jesús resucitaría. Y creo que algo parecido tendríamos que hacer ahora, no deberíamos poner el foco en que un día esto pasará, que lo superaremos, para empezar porque quizás algunos de nosotros no lo hagamos. No estoy diciendo que debamos abandonarnos a la fatalidad, pero pienso que no nos es útil pasar de puntillas por una crisis de esta envergadura refugiándonos en el futuro. Si de verdad creemos que el futuro será mejor, construyámoslo tratando de evitar al máximo los errores del pasado y del presente. Y esta crisis, o mejor dicho estas millones de cruces con nombres y apellidos alrededor del mundo, no solo dejan al descubierto la fragilidad del cuerpo humano, que también, sino el de nuestras sociedades. Podremos encontrar una vacuna para la primera, pero sin una vacuna que mejore la justicia social y reordene nuestras prioridades, más pronto que tarde volveremos a enfrentarnos a una situación igual o, lamentablemente, mucho peor.

 

Carlos Osma


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