Parece que a falta de
representaciones teatrales, procesiones, sermones, o películas sobre la
crucifixión de Jesús, este año se impone la realidad misma como forma de
reflexión sobre un elemento central de la fe cristiana, la muerte de Jesús. Es duro
que sea así, pero a estas alturas es más que evidente que estamos en ese punto.
Cada uno de nosotros ocupa una posición respecto a la cruz en esta macabra
escena: los enfermos y fallecidos clavados en ella junto a sus familias, los
sanitarios y personal esencial al pie de la cruz acompañando a los que sufren, quienes
intentan sacar algún provecho económico custodiándola para que sea visible por
todos, personas de otros lugares del mundo viéndola pasar a través de la
pantalla de su televisor o teléfono móvil, la población confinada en sus casas
alejándose con miedo de ella como los discípulos, y finalmente dios, ocupando
el mismo lugar que entonces, el de la ausencia.
La falta de material, y
sobre todo la dificultad para encontrarlo, nos ayuda a ver la punta del iceberg
de quienes se aprovechan del drama. Las empresas y gobiernos que venden
material sanitario al mejor postor prefieren que la agonía de la cruz se
alargue lo más posible, por eso están dispuestos a poner soldados que la
custodien. Dos o tres días de retraso en la llegada de su material, significa
decenas de miles de infectados más y, por tanto, más ganancias futuras. Esos
son los beneficios de la privatización de los servicios esenciales, el
enriquecimiento de unos pocos a los que no les importa amasar fortunas con el
sufrimiento y la muerte de lo demás. Y nuestros votos han ido durante años para
programas políticos en los que era explícito esa privatización de lo público,
de lo esencial. Mientras esto ocurre, frente a la cruz, el temor se
apodera de quienes son únicamente testigos de lo que está pasando. Personas que
se preguntan si también a su país llegará el virus, la muerte y las
restricciones. Un temor que les predispone a ceder parte de sus libertades a
los gobiernos, de permitir el control de sus vidas por el bien de todos. Unas
libertades que no saben si en algún momento volverán a ser suyas, o si ya las han
perdido para siempre.
En los evangelios, los
discípulos confinados eran unos pocos, en nuestra actual Pasión ese es
el lugar reservado para la mayoría. Allí en nuestra casa, con la puerta bien
cerrada y su pomo desinfectado, intentamos pasar el rato entre libros, música,
televisión, redes sociales y familia. Y mientras van pasando los días vivimos una montaña rusa de sentimientos. Por un lado nos creemos seguros, al menos
por el momento la cruz nos queda lejos; por otra útiles, confinados colaboramos
para frenar la cadena infernal de muertes. Pero no podemos negar que sentimos
incertidumbre ante lo que nos espera: ¿cuándo podremos salir a la calle?
¿estaremos seguros? ¿nuestra vida volverá a ser como antes? Y es que tenemos
miedo, no queremos que las personas que amamos acaben en una cruz, ni tampoco
nosotros. No queremos morir, tenemos muchos planes por delante, gente que nos
necesita y a la que necesitamos. Además, hay momentos en los que nos identificamos
con el abandono que invadía a los discípulos mientras su maestro era
crucificado. Parece que dios no está por ningún lado, no hay nada real que nos
pueda hacer creer que va a ayudarnos, a guiarnos en un momento tan complicado. Dios
no está, nos ha abandonado a nuestra suerte, y en nuestra casa.
No se puede entender lo
que significa la crucifixión y la muerte de Jesús si lo hacemos con la mirada
puesta en la resurrección. Ninguna de las personas que la vivieron pensaron que
Jesús resucitaría. Y creo que algo parecido tendríamos que hacer ahora, no
deberíamos poner el foco en que un día esto pasará, que lo superaremos, para
empezar porque quizás algunos de nosotros no lo hagamos. No estoy diciendo que
debamos abandonarnos a la fatalidad, pero pienso que no nos es útil pasar de
puntillas por una crisis de esta envergadura refugiándonos en el futuro. Si de
verdad creemos que el futuro será mejor, construyámoslo tratando de evitar al
máximo los errores del pasado y del presente. Y esta crisis, o mejor dicho
estas millones de cruces con nombres y apellidos alrededor del mundo, no solo dejan
al descubierto la fragilidad del cuerpo humano, que también, sino el de
nuestras sociedades. Podremos encontrar una vacuna para la primera, pero sin
una vacuna que mejore la justicia social y reordene nuestras prioridades, más
pronto que tarde volveremos a enfrentarnos a una situación igual o, lamentablemente,
mucho peor.
Carlos Osma
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