Una fe como la de nuestras madres
Quienes hemos sido educados en familias cristianas sabemos lo fácil que es caer en la tentación de
cuidar la fe como si fuera una reliquia. El ejemplo de nuestras madres o
abuelas, que lucharon tanto por defenderla pesa mucho, a veces demasiado. Y
cuanto más trabajamos por protegerla, por conservarla, más nos damos cuenta que
nos alejamos de aquella fe que nos transmitieron. Únicamente cuando nos
atrevemos a tomarla en serio, y estamos dispuestos a ensuciarla con nuestra
cotidianidad llena de incongruencias, errores y algún que otro acierto, descubrimos
que la vivimos como ellas lo hicieron.
Toda fe tiene un pasado, y eso no
es ni bueno ni malo. Lo importante es no olvidarlo, no menospreciarlo pensando
que tiene que ver únicamente con el ahora y el yo. Somos parte de una cadena de
tradición que nos enriquece con sus tinos y, por qué no decirlo, sus muchos
desatinos. No somos los primeros que buscamos a Dios, y ni siquiera la manera
en la que lo hacemos es realmente original, ya que se la debemos en gran parte
a quienes nos educaron. Podemos tener un precioso ombligo, pero actuaríamos inteligentemente
si no lo colocáramos como centro de referencia de toda realidad. Nos vendría
mejor, sentirnos y mostrarnos agradecidos por aquellas personas que sin grandes
palabras, pero sí con su ejemplo, nos mostraron un Dios con el que podemos
hablar, que se preocupa por nuestro mundo, y que nos ama. ¡Ojalá pudiéramos
hacer nosotros lo mismo con quienes tenemos alrededor! No es una tarea fácil,
sobre todo porque sabemos por experiencia lo patético que resultan todas esas
actitudes impostadas de personas que lo único que quieren es vendernos la moto
de su iglesia particular, su fe verdadera y su moral criminal.
La fe recibida tiene que ser
contextualizada constantemente, vivida en un lugar, en un momento, en un
cuerpo, un género, una orientación sexual... Esa es la razón por la que en algunos
aspectos difiere de la fe de quienes nos la transmitieron. Pero sin esa
contextualización, sin la voluntad de hacerla significativa y compresible para
nosotros y quienes tenemos al lado, la fe no puede sobrevivir, se convierte
rápidamente en una camisa de fuerza. Es triste encontrarse con personas que han
olvidado que transmitir la fe no es explicar al pie de la letra lo que a ellos
les explicaron antes. Recitando textos de la Biblia como si fueran mágicos.
Triste porque en ningún momento los han enriquecido con su experiencia, y sin
ella, al final la fe no dice nada de nada. Únicamente esclaviza, se defiende,
se cierra sobre sí misma y comienza a luchar contra otras por la supremacía o
la supervivencia. Aunque también es cierto, que más triste es vivir escondiéndola
para que nadie nos confunda con ellos, viviendo de manera acomplejada y
transmitiendo, quizás sin quererlo, que seguir el evangelio es una absoluta
estupidez.
Cuando nos empecinamos en impedir
que nuestra fe madure, que se caliente al sol de la realidad que nos envuelve,
o se abandona, o se opta por cambiar la realidad y no aceptarla tal y como es. En
el caso de las personas LGTBIQ creo que esto último se traduce en amputar la
diversidad que atesoramos para intentar vivir nuestra fe como si fuésemos heterosexuales
cisgénero. En este comportamiento hay un reconocimiento implícito de aquello
que algunos nos repiten hasta la saciedad: que no heredaremos el Reino de Dios.
Y la verdad es que estos homófobos tienen razón, al menos hasta que no
arranquemos de nosotros su veneno y nos demos cuenta que no es el Reino de su dios
el que queremos heredar, sino el Reino de justicia que predicó Jesús. No
podemos vivir el evangelio como heterosexuales cisgénero porque no lo somos, la
única manera que tenemos de poder llegar a vivirlo, es siguiendo a Jesús a
partir de quienes somos. Todo un reto, pero ni mayor ni menor que el reto al
que se enfrenta cualquier ser humano que realmente se propone seguir a Jesús.
Lo esencial de cualquier fe
cristiana, sin importar el contexto donde haya nacido y se esté desarrollando, es
que tenga como objeto al Dios que nos reveló Jesús. Un Dios que nos sigue
guiando a través de su Palabra. Aunque no perdamos nunca de vista que no es la
Biblia la que nos guía, no caigamos en la bibliolatría, sino el Dios que nos
habla a través de ella. Y no nos guía hasta el cielo, o hasta un lugar santo,
sino hacia otros seres humanos y su realidad que pueden parecernos de todo
menos divinos. Y es gracias a ellos que aprendemos realmente que significa su Palabra.
Prójimo y Palabra siempre unidos enriqueciéndose mutuamente. Por eso tendríamos
que preguntarnos si las interpretaciones de esa Palabra que no respetan a los
seres humanos, son interpretaciones vinculantes o válidas para los creyentes.
Hacer que la fe sea siempre
comprensible, actual, que realmente nos interpele a nosotros y a la sociedad a
la que la dirigimos.
Que no sea una fe que necesite de un periodo de aprendizaje
para poder entenderla, que no utilice una jerga indescifrable. Que sea fácil,
sencilla, y sobre todo humana, muy humana, como la fe de Jesús. Que aporte
algo, que se sitúe en medio del mundo para mejorarlo, y no para guiarlo. Una fe
de andar por casa, como la fe que nos enseñaron nuestras madres.
Supongo que muchos pensarán que
pido mucho, y la verdad es que creo que me he quedado corto. Porque además del
pasado y del presente, la fe debería tener una dimensión profética. Casi
siempre nos debatimos entre ser fieles a lo que nos enseñaron o actualizarlo
ante nuestras circunstancias. Pero esta situación, por muy lógica que sea,
pierde de vista el futuro. Y sin propuestas de futuro, sin ir más allá de lo
inmediato, o sin construir el Reino que está por venir, los cristianos no
aportamos ninguna novedad a nuestro mundo. Somos como parásitos que luchamos
contra la modernidad o que pretendemos alcanzarla.
Propuestas de futuro que sean
ingenuas, que estén equivocadas, que sea necesario corregir, pero propuestas
que hagan que la fe en Jesús también diga algo en la construcción de lo que aún
está por llegar. No hay nada más desalentador que vivir un cristianismo sin
futuro, o que sólo trabaje para que todo sea como antes fue. Abrir horizontes
de esperanza para todos, ayudar a ver el presente poniendo los ojos en lo que
todavía debe ser construido. Tener la valentía de reclamar justicia para los
que no la tienen, o de denunciar a los poderes que pretenden construir un mundo
sólo a su medida y en el que sobra mucha gente. Ir hacia el futuro como fueron
nuestras madres y nuestras abuelas: cometiendo muchos errores, pero con la
confianza de que no iban solas, sino que era Dios quien las acompañaba.
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