¡Tus hijos, sí importan!
Supongo que algún grito
similar a ¡tus hijos, sí importan! harían
los buenos cristianos que en el año 1491, acusaron a varios judíos toledanos de
torturar, crucificar, y arrancar el corazón a un niño, para intentar después hacer
un rito con su sangre que trajese la desgracia a todo el pueblo. Ante tanto griterío,
y porque quién más y quién menos tenía un hijo o un sobrino, nadie se podía oponer
a que estos peligrosos judíos (descendientes de quienes crucificaron a Jesús)
fueran quemados vivos delante de todo el pueblo, para que no quedara duda
alguna de que la amenaza había sido
lanzada al infierno. Tras el castigo, y decididos a encontrar los restos de la infantil
víctima, parece ser que toda la población se maravilló, tras buscarlo día y noche,
de que Dios mismo lo hubiera ascendido a los cielos y lo hubiera hecho descansar
en los brazos de la madre de todos los creyentes: la Virgen María.
También debían gritar ¡tus hijos, sí importan!, muchas
familias católicas que acabada la guerra civil española tenían que enviar a sus
hijos a escuelas a las que, por casualidad y mala fortuna, asistía algún niño
de una familia protestante. Hacer compartir pupitre a desvalidos niños, con
ignorantes que no sabían rezar ni el rosario, y que lo único que sabían hacer
era negar la identidad católica, apostólica y romana de España, suponía una
gran amenaza. Así que, más que censurarles, sonreían cuando sus hijos les explicaban
que levantaban el dedo acusador, insultaban, tiraban piedras, o golpeaban al hereje.
Era simple autodefensa, era ley natural, era lo que dios manda: defenderse del
diablo y sus huestes.
En Louisiana, en 1960, la
amenazadora niña de seis años Ruby Bridges, además de ¡tus hijos, sí importan!, también escuchó los gritos de las
familias cristianas blancas que sostenían un ataúd con una muñeca negra dentro.
Era la manera que encontraron para defenderse del peligro que suponía que una
perturbadora niña negra se sentara por primera vez al lado de sus hijos e hijas
blancas en la escuela. Fue la forma lógica de reaccionar de cualquier familia de
bien que quería lo mejor para sus hijos. Por eso le gritaron, a ese peligro de
seis años, que la iban a ahorcar o a envenenar… para que se fuera lejos de allí
y dejara de molestar y confundir a sus pobres hijos. Era preocupación, amor de
padre y de madre, responsabilidad. Era biología, historia y Biblia; era sentido
común.
Y ese grito, es un grito
que no se detiene, que continua hoy: ¡tus
hijos, sí importan!, ¡defiéndelos!, ¡no dejes que nadie les haga daño!, ¡están
en peligro! No vaya a ser que les confundan y les hagan creer que el
maricón de su compañero, que la bollera de su mejor amiga (nuestras hijas
siempre eligen las amistades que detestamos), o el confundido trans de la fila
de delante; son personas con el mismo derecho a ser felices que ellos. Nos
están atacando, y donde más nos duele, con nuestros hijos, que ahora están a
merced de una ideología en la que ya no son “como
Dios manda”, sino una posibilidad más, entre otras. Y no solo eso, sino que
esa endemoniada ideología que ha llegado a su máxima expresión gracias a una
enferma mente judía como la de Judith Butler, lo que quiere hacer en última
instancia es hacer de nuestras hijas e hijos seres humanos sin referencias
claras. Alejándolos de la verdad, de lo natural y de lo que ha sido toda la
vida.
¡Tus
hijos, sí importan!, tenemos que organizarnos, crear un grupo
de presión para defender nuestra manera de ver el mundo: que una lesbiana es
una enferma, que un trans puede ser reconducido a lo que Dios ha determinado en
sus genitales, que una bisexual es una viciosa pecadora, y que un maricón es un
peligro para todos. Hay que aliarse con los partidos políticos que nos
defienden, no importa que sean de extrema derecha, que nieguen derechos básicos,
o estén a merced de intereses económicos que detestamos. ¡Tus hijos, sí importan!, la movilización es necesaria antes de que
nuestro hijo aparezca un día en casa y nos diga que quiere ponerse pechos, o
que nuestra hija nos explique que no está tan mal eso de manosearse con su
amiga… El peligro es real, les bombardean con su ideología enferma por la televisión,
les machacan con mensajes por Internet, y seguro que pronto les propondrán una
actividad obligatoria de autoexploración genital en clase.
¡Tus
hijos, sí importan!, gritémoslo en las iglesias, pero no solo
allí, salgamos a la calle, demostremos que somos muchas y muchos, quitémonos la
careta, no importa que digan de nosotros que somos homófobos, o tránsfobas, o
cualquier otra palabra que hayan creado esos pervertidos en sus laboratorios de
género. Digamos lo que dios quiere, lo que cae por su propio peso, lo que es
evidente. Hagamos que resuene en nuestros parlamentos, en nuestras leyes. No les
dejemos espacio alguno que permita que engañen a nuestros hijos, devolvámoslos
al lugar que les corresponde, al de la marginación, la injuria, el del chivo
expiatorio y la muerte. Apartémoslos de nuestros hijos e hijas, enviémoslos al
infierno, es lo que dios quiere.
Estamos perdiendo, como lo
hemos hecho siempre, pero no nos resignemos y sigamos gritando: ¡Tus hijos, sí importan! Intentemos
aferrarnos a nuestros privilegios, a nuestra supremacía, a nuestro miedo, odio,
y a nuestro dios.
Carlos Osma
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