Volver a Galilea e ir a casa



En los últimos versículos del evangelio de Marcos, el ángel le dice a María Magdalena, a María la madre de Jacobo, y a Salomé, que Jesús había resucitado y que ya no estaba en el sepulcro. Les pide además que informen a los discípulos de que han de volver a Galilea, solo allí encontrarán de nuevo a Jesús. Tiene muy claro que la buena noticia tiene poco recorrido en Jerusalén, la ciudad del Templo, que es el símbolo del poder religioso dispuesto a todo para que no cambie nada. Por eso los discípulos tienen que salir de allí y dirigirse al espacio donde reside el contrapoder del Reino: Galilea. Justo hacia ese lugar nos desplazamos en esta reflexión, y hacemos parada en los doce primeros versículos del capítulo dos del evangelio de Marcos.

Una vez allí nos situamos en Cafarnaúm, un pueblo pesquero ubicado en Galilea, y entramos con mucha dificultad en la casa de Pedro. Dicen los arqueólogos que posteriormente se convertiría en una iglesia, en un lugar tan venerado por algunos como el Templo. Pero a nosotros no nos interesa el edificio religioso que llegó a ser, sino la casa donde vive un pescador junto a su esposa, sus hijos e hijas, su hermano, su suegra, y posiblemente: junto a Jesús también. Y vemos como la casa de una familia de simples pescadores en la Galilea de los Gentiles, en la frontera permeable de la impureza, está ocupada por una multitud que quiere ver, aprender, y estar cerca del maestro.

Los templos de los santos no permiten cambios, se ven pero no se tocan, no vaya a ser que se vengan a bajo a la primera de cambio. Pero las estancias de quienes tienen unas normas de pureza más relajadas, pueden montarse y desmontarse a conveniencia. Por eso cuando cuatro hombres que querían entrar con un paralítico en camilla han visto que era imposible hacerlo por la puerta, han subido por la escalera lateral de la casa hasta la azotea. Una vez allí, después de separar las ramas del techo, ante nuestra sorpresa han hecho bajar al inmóvil hasta donde está Jesús. ¿Quería venir el paralítico? ¿O han sido los cuatro hombres quienes cansados de llevarlo a cuestas han decidido traerlo? Jesús ha afirmado que ha visto la fe de ellos[1]… pero en ese ellos: ¿está contenido también el paralítico?

Se atribuye a Rosa de Luxemburgo la frase: “Quien no se mueve, no siente las cadenas”. En este caso podríamos añadir que quien se mueve en camilla, tampoco las siente. Y creo que este matiz es pertinente para las personas LGTBIQ, porque es posible que consideremos que ya no estamos atados a la LGTBIQ-fobia porque no estamos quietos, porque avanzamos, porque incluso podemos descender del cielo ante la mirada atónita de todo el mundo y ponernos delante del mismo Jesús. Y lo mismo pensarán nuestros amigos que, contra lo que opinan otros cristianos y otras iglesias, se preocupan por nuestra dignidad. El problema es que en vez de animarnos a levantarnos y hacer visibles las cadenas de injusticia con las que todas colaboramos, prefieren llevarnos a cuestas. Prefieren cargar con nosotras, no sé si para hacer penitencia por lo mal que nos trataron, porque no quieren que suframos, o porque les preocupa que el mundo heteronormativo cambie demasiado si nos atrevemos a caminar. Sea lo que fuere, esta forma de resolver la situación tiene poco recorrido. Y si uno no quiere levantarse, porque le es más cómodo estar tumbado, y los amigos no quieren decirle que se levante, porque no saben cómo les afectará si esto ocurre, la solución que han encontrado es traerlo delante de Jesús para que resuelva su problema.

Fe en Jesús tienen, eso queda claro, sino no hubieran gastado tiempo y energías en traerlo hasta aquí. Fe en ellos mismos, en su capacidad para superar la situación, parece que no tanto. Pero con tanta gente de pie dentro de la casa no logro ver la expresión que se les ha quedado en la cara a los cinco cuando, en vez de una acción milagrosa, Jesús ha dicho al paralítico: “Hijo mío, tus pecados quedan perdonados”. Parece que nuestra LGTBIQ-fobia, esa que tenemos incrustada en el alma, nos es perdonada. Algunos piensan que más que perdón, lo que tenía que haber hecho Jesús es decirle que se levante de una vez y se marche para su casa. Pero yo creo que nuestro paralítico todavía no está preparado, y si se levanta ahora, corre el peligro de ir arrastrando las cadenas toda la vida. La parálisis, esa que impide la libertad de movimientos, en Galilea es considerada fruto del pecado. En el Templo el pecado es justamente lo contrario: el movimiento y la expresión libre.

Yo pensaba que en la casa solamente habíamos entrado la purria, las marginadas, los aventureros y alguna que otra constructora de sueños. Pero justo cuando Jesús hablaba con el paralítico, se ha girado y le ha dado por preguntar a los maestros de la ley (que al contrario que el resto de los presentes llevan todo el rato sentados), por qué piensan de esa manera. Y bueno, la pregunta creo que es completamente actual y pertinente: ¿qué hace tanta gente en las comunidades marginales cristianas pensando que hay que cumplir la ley? Uno se queda siempre sorprendido cuando entre los últimos se topa con esas personas que, aunque que ya no están tumbadas y paralizadas, se niegan a levantarse y mirar a Jesús a los ojos. Posiciones intermedias, posiciones de cobardes, de esos que viven en Galilea pero tienen el corazón en el Templo de Jerusalén.

Defender lecturas literalistas excluyentes, jerarquías homófobas, entidades que nos ignoran y echan sobre nosotras toda la basura de la que son capaces, comunidades que predican la discriminación e incitan a ejercer violencia sobre las personas LGTBIQ... Todo eso se hace también dentro de las casas de las suegras de Pedro, en la Galilea marginal donde el ángel nos prometió volver a encontrar a Jesús. Proteger la ley del patriarcado y la LGTBIQ-fobia, desear formar parte de la religiosidad del Templo. Y muchos y muchas no lo dicen abiertamente, pero lo piensan. Y lo que es peor, anhelan convertirse en jueces, en repetir los esquemas opresivos que los marginan. Son incapaces de ver otras posibilidades, otras formas de actuar más acordes con el Reino. Tienen la mente cauterizada. ¿Qué es más fácil perdonarles los pecados o recordarles que el ser humano está por encima de cualquier ley?

Algo ha ocurrido, parece como si al paralítico la discusión entre Jesús y los puritanos de la casa impura, le ha hecho entender cuál era el pecado que le había sido perdonado. Y no era otro que el de no haber creído que la vara con la que los templos nos miden, no tiene nada que ver con el seguimiento de Jesús. Que siempre es mejor levantarse, que es absurdo vivir moviéndose gracias a la ayuda de otras personas que nos llevarán donde ellas consideran más adecuado, pero que a lo mejor no es dónde nosotras querríamos ir. Jesús siempre nos llama al movimiento completamente libre, solo así es posible el seguimiento. Los cristianos LGTBIQ que en este momento viven más seguros dejándose transportar por las necesidades y criterios de comunidades y creyentes LGTBIQ-friendly, lo hacen porque en el fondo siguen pensando como los maestros de la ley que tienen la mente ligada al Templo. Porque no han aceptado realmente el mensaje del evangelio. Buscan religión, seguridad y ser bien vistos por los demás. Pero el evangelio va de libertad, de levantarse y caminar.

¡Nunca había visto nada igual!, dice la persona que tengo justo a mi lado. No la conozco de nada, habrá venido aquí como yo, para encontrar a Jesús tal y como el ángel había anunciado a las mujeres. Y tiene bastante razón, es difícil ver a paralíticos que se levantan obedeciendo a las palabras de Jesús. Cuesta ver curaciones tan rápidas, porque normalmente necesitamos tiempo para vernos reflejados en los maestros de la ley. No es fácil tener el coraje de decir: yo no quiero ser como ellos, ni vivir tras los barrotes de su cobardía. Pero es aquí, en aquellas que se levantan de las camillas que los buenos cristianos les construyeron para que se quedaran allí toda la vida, donde entendemos lo que la resurrección de Jesús significa.

Las personas LGTBIQ podemos levantarnos y movernos libremente, caminar hacia nuestra propia casa en Galilea. Quedarnos en la de Pedro puede servir para que quienes allí estamos demos la gloria a Dios por un tiempo. Pero no hay mayor testimonio del poder que tiene el evangelio, que ver a una persona que un día vivió paralizada, caminando determinada en busca de su propio lugar, de su propia casa. En ese camino, es donde el evangelio es predicado, donde se hace presente. Un camino sin buenas personas que nos llevan en camilla, ni maestros de la ley que nos miran sentados desde su posición de privilegio. Un camino incierto, pero un camino nuestro, que nos lleva a donde Jesús nos espera: a casa.


Carlos Osma


Notas:


[1]              Mc 2, 5



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