Decir nuestro nombre

 

«No hay una humanidad que camina. No hay un pensamiento que piensa. No hay un amor que ama. No hay una lengua que habla. Hay Ana y Juan, que caminan, que aman, que piensan, y que hablan»[1]. Es importante recordar esta cita cuando nos bombardean con discursos supuestamente universales, de carácter político o religioso, que lo que pretenden es disolvernos en la masa, para borrarnos y hacernos desaparecer por arte de magia. Lo realmente universal, si existe, si es posible pensarlo, debemos construirlo a partir de los nombres propios de aquellas personas a las que se pretende representar. Si no es así, no lo necesitamos, no lo queremos, porque no nos libera, porque nos hará sufrir.

La mayoría de nosotras tenemos nombres que hemos recibido, nombres con los que nos sentimos definidos, con los que nos identificamos. Sin embargo muchas personas LGTBIQ hemos vivido, o vivimos, la experiencia de recibir nombres que no son los nuestros. Hay muchas Miriams que fueron llamadas José, muchos Davids a los que bautizaron o presentaron como Elisabeth. Estos son los primeros nombres que se borran cuando se habla de  humanidad, de pensamiento, de amor, de lenguaje, de naturaleza, de biología, cuando se pretende construir lo universal desde arriba. Hay que alejarse de los espacios que no son capaces de llamarnos por nuestros nombres. Sara y Abraham recibieron su verdadero nombre como madre y padre de multitud de gentes después de haber dejado la tierra que les vio nacer y donde se les llamaba Sarai y Abram.[2]

Pero hay también muches Anas, Jordis, Marías, y Maneles que escuchan su nombre con claridad cuando son nombradas por otras personas, pero perciben sin duda alguna que ese nombre no es el suyo. Es cierto que vocales y consonantes coinciden a la perfección, pero un nombre es algo más que fonética. Y aunque se construya lo comunitario, por pequeña que sea esa comunidad, incluyendo cada una de las letras de su nombre, sienten que están fuera de ella, porque esos nombres no son los suyos. Porque con ellos se refieren a otras persones que elles no son, porque hay partes de su cuerpo, de su deseo, de su forma de ver el mundo, de lo que quieren ser, que son mutiladas. Y no hay nada más doloroso que escuchar a personas que amas llamándote por un nombre que te parte en dos para desechar una de esas partes. Parece tu nombre, sí, pero no es el tuyo. Pedro llamó a Jesús Mesías, y sí, Jesús era el Mesías, pero otro Mesías diferente al que Pedro quería, por eso Jesús le dijo: «¡Apártate de mí Satanás!»[3]. Y hay muchos Reinos de Dios, muchas sociedades justas y seguras, muchas iglesias llenas de amor, que se construyen como Pedro construyó a su Mesías, guiados por Satanás. Negando nuestros  nombres al mismo tiempo que parecen afirmarlos.

Moisés le preguntó a Dios su nombre para poder decirle al Faraón cuál era el Dios que le enviaba. Y Dios le respondió: «Yo soy el que seré»[4]. Hay muchas teologías que hablan de Dios alejándolo de lo concreto, borrando su nombre, pero el nombre de Dios está directamente relacionado con su forma de actuar, de revelarse. El Dios de Moisés es liberador, no por definición, sino porque liberó. Es el Dios de los últimos, de los excluidos, de los que no ven reconocida su dignidad. Y cuando dejamos de ver a Dios de esta forma, para definirle de otra manera que a nosotras nos parece mejor, ya no es a esa Dios al que nos dirigimos, al que seguimos, sino a otro. Hemos construido una imagen, un ídolo al que llamamos de la misma forma, pero que no es «Yo soy el que seré». Nuestros nombres también pueden ser convertidos en ídolos e imágenes por nosotros mismos o por quienes quieren hacer de nosotras algo distinto a lo que somos. Nuestros nombres también pueden ser tomados en vano. El «Yo soy el que seré», no solo revela el nombre de Dios, también indica que los nombres se construyen en su acción concreta, que nosotras somos siempre en relación con nuestro entorno, que no venimos definides y cerrados desde el principio para ser englobadas en conceptos e ideas preestablecidas. Cualquier política, cualquier institución, ideología o teología, que quiera incluirnos, debe permanecer abierta, para que podamos «ser» en relación con los demás de una forma más libre. Si lo común, si lo supuestamente universal, no puede construirse de esta forma, mejor rechazarlo, para nosotres no es útil.

Jesús reveló a Dios con otro nombre, lo llamo «Padre», después explicó qué significaba para él esta palabra, porque padres hay de muchos tipos, y porque una puede cambiar este nombre por otro si considera que así puede mantener la esencia de dicha identidad. Dios no era para Jesús un concepto teórico, no era una identidad abstracta, no era lo que los demás dijeran sobre Ella. Dios era quien ama incondicionalmente al ser humano, quien espera para abrazarles, curarlas, dignificarlos. Un Dios del amor concreto, real e incondicional. Un Dios que invita a que nuestros nombres no sean borrados y que sean definidos por el amor, que insta a que nuestra identidad no renuncie a aceptar y amar nuestra vulnerabilidad y la de los demás. Quienes pretenden introducirnos a la fuerza en conceptos e ideas, en teologías y filosofías, en ideologías supuestamente universales, que no respetan ese amor concreto, real e incondicional, nos están engañando. Nuestros nombres no sobreviven en espacios cerrados carentes de amor, necesitamos lugares donde poder decir quiénes somos, en los que poder expresarnos tal y como sentimos, donde poder exigir ser tratadas con la dignidad que merecemos. Necesitamos construir casas comunes, pero desde abajo, desde la piel y el nombre de cada una de nosotres, y construirlo para todes nosotras, no para mí, ni para los que son como yo. Construirlo no para llegar a lo universal, sino a lo que es más urgente: lo fraternal, lo humano, el respeto a los demás, la justicia, y sobre todo, al amor al prójimo y a uno mismo.

 

Carlos Osma

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Notas:

[1] Josep Maria Esquirol, Humà, més humà: Una antropologia de la ferida infinita, Barcelona: Quaderns Crema 2021, p.20.

[2] Gn 17.

[3] Mt 16,23.

[4] Ex 3,14.

 

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