En el Evangelio de Juan fueron José de Arimatea y Nicodemo quienes tras la crucifixión pidieron a Pilato el cuerpo de Jesús, lo envolvieron en lienzos con especias aromáticas y lo pusieron dentro de un sepulcro vacío. No eran dos personas cualquiera, José de Arimatea era miembro del Sanedrín, una asamblea o consejo de ancianos que administraba justicia interpretando la Torá, y Nicodemo un fariseo y líder religioso respetable. Ambos habían creído en Jesús, pero no se atrevieron a seguirlo públicamente, la razón nos la explicita claramente el evangelio: tenían miedo de los judíos, por eso lo seguían en secreto.[1]
Uno aprende con el tiempo a reconocer a los Josés de Arimatea y los Nicodemos que se va encontrando por el camino, a esos respetables cristianos que encuentras al final de todas las injusticias recogiendo amorosamente los cadáveres, pero que nunca los has visto denunciarlas antes. Esos que hablan con palabras tan bonitas, profundas y bíblicas, pero son incapaces de hablar con su propia vida, reconociendo quienes son, qué piensan, a quienes aman, o qué desean. Religiosos con responsabilidades, respetados, que creen en la vida, pero que tienen demasiado miedo como para escapar de la muerte en la que se han instalado. Josés de Arimatea y Nicodemos que no han entendido qué significa ser seguidores de Jesús, a los que solo les preocupa no ser expulsados de sus congregaciones, que predican el Reino de Dios, pero son incapaces de comprometerse para que se haga presente.
La primera vez que Nicodemo había ido a encontrarse con Jesús, era de noche, buscó el momento propicio para no ser descubierto por el resto de fariseos, y cuando estuvo con él le reconoció como maestro, como enviado de Dios. Pero Jesús le advirtió que si quería ver el Reino de Dios, debía nacer de nuevo.[2] Lo que Nicodemo tenía no era vida, era otra cosa, Jesús se lo dijo claramente, pero Nicodemo no pudo o no quiso entenderlo, para él tener que estar escondido era la única vida que conocía, y la única por la que estaba dispuesto a luchar, el Reino le quedaba demasiado lejos. ¿Cómo puede un hombre nacer cuando es viejo?,[3] le preguntó a Jesús, ¿cómo puede un cristiano hablar de vida cuándo solo conoce la muerte?, podríamos preguntar hoy nosotros a tantos respetables cristianos que viven escondidos por temor a lo que puedan pensar de ellos.
José de Arimatea y Nicodemo no denunciaron la cruz de Jesús, únicamente se limitaron a tratar con humanidad y respeto a un muerto al que habían creído, y al que consideraban venido de Dios. Se apiadaron de la víctima, pero después de haberla negado públicamente. Y la pusieron dentro de un sepulcro, porque allí es donde acaba el único reino que son capaces de construir los cobardes. Pero el Reino de Dios no es un sepulcro, y eso lo olvidan los religiosos que no han nacido de nuevo. El Dios de Jesús es un Dios de vida, de luz, de verdad, de compromiso y valentía, que se pone al lado de las víctimas desde el primer momento, y que al final no las deja en un sepulcro, sino que las llama de nuevo a la vida.
No pueden ser testigos de la resurrección quienes tienen como motor de sus vidas el miedo, y lo que los demás puedan pensar de ellos; su final es un sepulcro al lado de la cruz. No hay vida para quienes se aferran a la muerte con tanta determinación. La resurrección se fundamenta en la esperanza, y la esperanza en el seguimiento, no existe cristianismo sin seguimiento ni esperanza. Abandonar una vida de muerte no es fácil, pero es posible nacer de nuevo, es posible arriesgarlo todo, dejarlo todo, para seguir la vida que Jesús representa. El miedo nunca es el camino, el Evangelio de Juan lo afirma con rotundidad: el camino, la verdad y la vida es Jesús[4].
Carlos Osma
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