Del pecado y la gracia al amor y la empatía


Hay veces que de pronto, no sabes muy bien porqué, percibes cosas que hasta ese momento te pasaban inadvertidas. Me ocurrió ayer, sentado en el banco de la iglesia, después de cantar una canción que se proyectaba sobre la pantalla que hay en la pared central de la iglesia. Una canción nueva, si la comparamos con los himnos del siglo XVII y XVIII que aparecen en el himnario que en aquel momento tenía entre las manos, y que hablaba de un Dios de amor que se preocupa por mí y expresaba también el agradecimiento y amor que siento por él.

Al abrir el himnario intenté buscar himnos que mostraran de la mima forma ese amor, y me di cuenta de que la inmensa mayoría hablaban de otra cosa. Pensé que el ser humano ha cambiado mucho en los últimos siglos, y que por tanto la manera en la que se aproxima a Dios ha sufrido también un cambio. Si hay un tema que destacaba sobre todos los demás en el himnario, era el pecado, el reconocerse o sentirse pecador. Pero no por haber cometido un error, por haber fallado en algo, sino por algo más esencial: por ser un ser humano. Y ante este callejón que parece sin salida, los himnos hablaban también de la gracia de un Dios que quiso salvarnos. Me sorprendió que incluso aquí, no se expresará con más rotundidad lo que a algunos de nosotros nos puede parecer una obviedad: que quiso salvarnos por amor. Pero no, lo que se dejaba meridianamente claro es que esa gracia no dependía de nuestras buenas o malas acciones, sino de la voluntad divina.



Imagino que, en una sociedad marcada por el control sobre la vida de las personas, la visión de la divinidad no podía ser muy diferente a la de un juez, que por mucho que haga todo lo posible por salvarnos, su función principal es juzgar y encontrar culpables. Una vez identificados, entra en juego el tema del sacrificio sustitutorio, y Jesús como cordero que lleva sobre él los pecados del mundo. No digo nada nuevo al afirmar que una gran parte del cristianismo sigue moviéndose dentro de este binomio: el del pecado y la gracia. Y lo hacen predicando a una sociedad que ya no existe, o intentando hacer retroceder a cristianos y cristianas un par de siglos como mínimo para que sus teologías puedan tener algún sentido. Es por eso que el diálogo con ellos es muy complicado.

No soy objetivo cuando reflexiono sobre esta forma de entender el cristianismo ya que, en su voluntad por el control social, las personas LGTBI somos pecadoras en esencia, e incluso me atrevería a decir que ni Dios puede sacarnos de esta categoría. La gracia divina solo nos alcanzará cuando ya no seamos quienes somos, en otras palabras: para las personas LGTBI el sacrificio de Jesús en la cruz fue insuficiente. Estoy convencido que es un error pretender mantenernos dentro de este esquema mental que ya no es el nuestro, y que intentar pensar como lo hacían nuestras bisabuelas, o los bisabuelos de nuestras bisabuelas, es una clara estupidez. Aunque también me resisto a desecharlo completamente como si no pudiera aportarnos nada. No me gusta la palabra pecado porque la asocio con no haber cumplido alguna de las leyes que aparecen en el listado de acciones que alguien ha decidido como prohibidas. Pero alguna palabra debería haber para indicar que se está actuando de forma injusta contra el prójimo, contra la naturaleza, contra la vida. Y otra para indicar que es posible pasar página, y deshacer los caminos equivocados sin sentirnos siempre culpables. Alguna manera habrá de seguir a un Dios que nos mueve a la justicia, pero que no sea un juez.

Tengo que reconocer que aunque mi fe cristiana está fundada en la afirmación de que Dios es amor, es decir, en el Dios que Jesús reveló; la canción que se proyectaba sobre la pared, tampoco muestra en mi opinión lo esencial del cristianismo. Quizás esté equivocado, o éste reaccionando exageradamente ante el excesivo individualismo cristiano con el que me he encontrado a lo largo de los años. Ese que habla de yo y Dios, de mi amado Jesús, de mi salvador, de mi maestro; y que en realidad no es más que un hacerse a Dios a mi imagen y semejanza. La canción era preciosa, y seguro que a otras personas les habrá traído otras reflexiones mucho más positivas que la mía, pero ayer me pregunté si el Dios de amor de nuestra generación y nuestro mundo, que ha sustituido al anterior Dios juez, está inevitablemente condenado a ser un producto del individualismo, o incluso del consumismo. ¿Cómo poder vivir la radicalidad del evangelio sin hacer trampas para domesticarlo? ¿Cómo liberarnos de un Dios juez sin caer en los brazos de un Dios de amor que no es más que mi opinión sobre lo que es bueno o malo?

Estoy convencido de que esta pregunta tiene multitud de respuestas, pero mientras sostenía un himnario en la mano, y cantaba la canción que se proyectaba en la pared, pensé que el Dios de amor de Jesús no es un Dios que se preocupa especialmente por mí, sino que lo hace por cada uno de los seres humanos. Y que no lo hace con discursos políticamente correctos, o esos que aplauden los convencidos, sino con acciones que liberan a las personas oprimidas. El Dios de Jesús no es el Dios padre que me ama para que me sienta bien, sino el Dios de amor que aboga por un mundo más justo, y es en la medida que hacemos más justo el mundo, que su amor irrumpe de manera más clara. El amor cristiano no busca que yo me sienta querido, o amado, que me sienta un niño protegido por mi padre/madre celestial… El amor cristiano busca hacer nacer en nosotras y en nosotros la empatía por el prójimo. Por eso donde no hay empatía por quienes sufren, donde no existe la capacidad de ponerse en la piel del otro o de la otra, puede haber mucho sentimiento de amor divino, pero ni una pizca del amor del Dios que nos reveló Jesús. Nuestra generación no sólo debería leer la Gracia de Dios como una muestra de su amor, sino entender que ese amor tiene una dirección inequívoca hacia el prójimo.

Se que queda muy bonito hablar de amor y de prójimo, pero si soy sincero, más allá de los discursos políticamente correctos, pienso que éste es el verdadero lugar donde la fe cristiana pasa su control de calidad. Es tan fácil dejarnos cegar por nuestros prejuicios y eliminar la palabra prójimo de tantos seres humanos. Las personas LGTBI lo sabemos, los discursos cristianos homófobos niegan nuestra existencia, y nos reducen a simples acciones pecaminosas, de esa manera ya no somos prójimos, y podemos no ser merecedoras del amor divino. Ante esto, creo que estamos llamadas a reivindicar nuestra existencia, a defender la dignidad que Dios nos ha dado; pero por otro lado somos interpeladas también a no caer en el mismo error, a escapar de nuestro ego, de nuestra moral, y a ser capaces de entender que cualquier ser humano es nuestro prójimo, sobre todo los más desfavorecidos, y que el amor de Dios no tiene su fin en nosotras, sino en ellas.




Carlos Osma






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