Vete de tu tierra y serás bendición


“Un día el Señor dijo a Abram: “Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti una nación grande, te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición”. (Gn 12, 1-2).

Nuestra tierra, nuestra parentela, la casa de nuestro padre, el lugar del que procedemos cristianas y cristianos, está enfermo de homofobia. En el lugar donde nacimos, donde creamos nuestra identidad y se nos trasmitió la fe en un Dios de amor, se predica el odio y la discriminación hacia las personas LGTB. Puede hacerse de una forma descarada, utilizando la palabra de Dios contra el amor y la dignidad de quienes no son heterosexuales, o engañando con sermones inclusivos sobre el arcoíris que no se traducen jamás en nada real. No hay que darle más vueltas, el mundo del que nunca hubiésemos querido salir, donde viven nuestros seres más queridos, nos odia, y quiere que nosotras y nosotros nos odiemos también.

Algunas personas cristianas LGTB se engañan a sí mismas queriendo cambiar ese mundo para hacerlo realmente más evangélico y por tanto, más humano. Su vida se convierte en una batalla que pretende cambiar a quienes no tienen ninguna intención de hacerlo, a quienes se sienten a gusto con la homofobia porque la consideran divina. Es duro aceptar que tu hermano, que tu madre, que tu amiga de toda la vida te va a ver siempre como un enfermo, como una pecadora, como a alguien que arrastra una tara... o simplemente como alguien que tiene que aceptar y entender la discriminación que sufre. Es muy difícil vivir dentro de una comunidad cristiana donde en realidad no eres más que una prueba de su progresismo, o una muestra de su amor por los pecadores. Pero más difícil es abandonar ese mundo y quedarse sola o solo, sin nadie que de verdad te acompañe en el seguimiento de Jesús. Quizás sea esa la verdadera razón por la que estos cristianos y cristianas LGTB prefieren engañarse, porque no quieren salir de su mundo, el mundo del que proceden y al que siempre han pertenecido.

Pero no hay que engañarse, hay también otras razones, otras realidades que empujan a personas LGTB a permanecer dentro de comunidades y entornos familiares cristianos que predican la homofobia. Hay muchas personas LGTB que tienen responsabilidades, que son pastores, diaconas, que son directoras de alabanza, que llevan grupos de jóvenes.. hay cristianos y cristianas LGTB que viven de la iglesia, que su manutención y la de sus hijos e hijas dependen de los riesgos que estén dispuestos a correr. Hay muchas personas LGTB que son cómplices de la homofobia, y en su caso, doblemente culpables del sufrimiento de muchas personas. Demasiada gente que no quiere perder su estatus, o su dinero, o su poder... y que después dicen vivir atormentados por sus sentimientos. A todas ellas y a todos ellos, “más les valdría ser arrojados al fondo del mar con una piedra de molino atada al cuello” (Mt 18,6).

Las cristianas y cristianos LGTB que prefieren no autoengañarse, que son conscientes de que sus familias, sus iglesias, sus entornos, no les pueden ayudar en su deseo de tener una vida digna, pueden ver como el mandato que Dios dirigió a Abram se convierte en el único mandato posible que Dios les dirige hoy a ellas y ellos:“Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré”. No es fácil dejar el lugar del que siempre se ha querido formar parte, pero el sistema patriarcal no es un lugar seguro para nosotros. El miedo a lo desconocido paraliza, pero la única posibilidad real que nos queda si no queremos estar toda la vida sometidos, es la que Dios pone delante nuestro: salir hacia otros mundos posibles, construirlos si es necesario, para poder ser libres. Libres para a mar a Dios, amarnos a nosotros mismos y a nuestros prójimos tal y como son. Cada día que retrasamos esa decisión es un día perdido para la vida, para nuestra vida.

La promesa que Dios le hizo a Abram es que ese lugar, esa tierra prometida, no era sólo un lugar donde refugiarse, un lugar donde huir y esconderse. La tierra prometida era un lugar con una promesa: “Haré de ti una nación grande, te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición”. Nos movemos hacia espacios de inclusión para todas y todos, espacios que se harán reales en la medida que seamos capaces de construirlos. Podemos disfrutar de lo que otras personas han hecho, de su trabajo en momentos mucho más difíciles que el nuestro, pero no somos llamados a una tierra donde todo está hecho ya, vamos a una tierra “donde mana leche y miel”, pero tendremos que esforzarnos y ser valientes para hacerla nuestra. Así podremos ser bendición para los demás. Desde esos lugares, desde esas nuevas maneras de entendernos, de entender el mundo y a Dios, podremos ir transformando el resto del mundo para hacerlo más justo.

El reto puede dar vértigo, pero es la única posibilidad que nos queda y que realmente puede traernos vida. Salir del mundo en el que nacimos y que no nos quiere, para ir hacia otro mundo donde poder disfrutar de la dignidad que Dios nos ha dado como hijos e hijas suyos. Hay que ser muy valientes y enfrentarse a los miedos que nos atormentan cada día, pero Dios nos ofrece una promesa, él nos bendecirá, nos engrandecerá y nos permitirá ser de bendición para otras personas. El evangelio no se vive en la casa de nuestros padres, y eso lo sabemos muy bien, si queremos seguir la promesa de Dios tenemos que abandonarla. Si queremos vivir, hay que ponerse hoy mismo a caminar, con la esperanza puesta en la promesa de Dios. Quienes confiaron antes que nosotros en Dios, no han sido defraudados.



Carlos Osma




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