Y se armó el Belén


Colocar en el pesebre dos San Josés, dos Marías, un oso junto a una draq queen, o simplemente afirmar que aquel niño Jesús en la cuna, con piel blanca y ojos azules, era gay, ha hecho que muchos pusieran el grito en el cielo y se rasgaran las vestiduras. Ante esto poco podemos decir, más que aportar que quizás María era realmente un hombre, que José podría estar desintoxicándose de sus adicciones, o que a los Magos de Oriente les gustaba travestirse y perseguir sueños imposibles.

Se montan otros belenes, los de siempre, con Josés barbudos y respetables, Marías sumisas deseando ser madres, puesto que es lo máximo a lo que las Marías pueden aspirar. Y niños Jesús suecos, rellenitos y bien alimentados, pero sobre todo heterosexuales, muy heterosexuales, aunque en su vida lleguen a culminar ese gran don divino con una mujer. Y a quien le importa, los Jesús de los belenes son todos heterosexuales, y masculinos, y tienen un padre y una madre, como Dios manda. Los Jesús de estos belenes, duermen toda la noche, comen bien, no se mean, ni cagan, nunca lloran, y sobre todo, no hablan, no vaya a ser que estropeen el Belén.


La idea de hacer pesebres se la debemos a Francisco de Asís, que montó uno en Rieti, una pequeña población italiana en 1223. Era un belén de los que hoy llamamos vivientes, construyó una casa de paja, trajo un asno, un buey y otros animales, e invitó a algunos vecinos a convertirse en actores de la historia que encontramos en los evangelios. Después, el día 25 de Diciembre, reunió a todo el pueblo ante el pesebre y predicó sobre la natividad del rey pobre. Su idea, su intento de hacer inteligible el significado que tenía el nacimiento de Jesús a sus conciudadanos, se popularizó y se extendió rápidamente a otros lugares.

Pero si vamos más hacia atrás, los primeros belenes, no eran vivientes, sino escritos, y los más conocidos son los que construyeron Mateo y Lucas en sus evangelios. El primer evangelio canónico, el de Marcos, no relata el nacimiento de Jesús, para él todo aquello no tenía importancia. Jesús era el Hijo de Dios, y en su bautismo en el río Jordán por parte del Bautista, se hizo patente esta elección gracias a una paloma que descendía de los cielos.


Mateo y Lucas parecen recoger esa necesidad que tenían los primeros cristianos de saber más, y de entender también un poco mejor quien era Jesús. Ambos añaden el relato del nacimiento, que probablemente tiene un origen popular, pero lo reconstruyen intentando, entre otras cosas, resumir el mensaje cristiano sobre Jesús, en esta pequeña historia. Dios ha enviado a su salvador al mundo, pero el mundo no lo ha recibido, por eso en medio de la noche, en medio del camino, y en medio de los menos dignos, Jesús hace su aparición. Es un niño débil, que necesita ser cuidado y protegido, pero gracias a esa acción de quienes sí han creído en él, un día Jesús, el mensaje de Dios a los seres humanos, se hará presente. Y lo que todos desecharon, será lo que Dios ha escogido.

No hay que ser muy listos para leer entre líneas la experiencia de los primeros cristianos, que tenían que enfrentarse al abandono de sus familias, o a la marginación social por aceptar el evangelio. Las puertas cerradas de sus conciudadanos, la oscuridad de la noche, la vida que tiene lugar entre las bestias, todo eso puede ayudarnos a entender como se sentían probablemente las primeras comunidades cristianas. Pero ellas sabían que justamente allí, Jesús hacía su aparición, y que si se esforzaban algún día la luz que iluminó aquel pesebre, iluminaría a todo ser humano.

Jesús no nació en Belén, y mucho menos como lo cuenta la historia de estos dos evangelios. La historia de Belén no es historia en mayúsculas, sino la verdadera historia en minúscula de millones de seres humanos que han visto como Dios mismo se hacía presente en lugares inverosímiles donde los religiosos de este mundo nunca pondrían un pie. De la vida adulta de Jesús sabemos poco, y sobre su infancia aún menos. Parece claro que su madre se llamaba María, probablemente su padre se llamaba José, y nació con casi toda seguridad en Nazaret. Pero el pesebre cristiano no habla de datos históricos, sino de una experiencia vital. Por eso se equivocan quienes quieren hacer de su experiencia la única digna de ocupar aquel pesebre.

Hace unos días a un sacerdote se le ocurrió dejar vacío el pesebre de su iglesia y precintarlo, intentándo hacer visibles a las miles de familias que han perdido su casa en esta dura crisis por no poder pagar la hipoteca. Ese es, creo yo, el sentido de los pesebres, hacer visible donde está Dios. En aquel pesebre no había figuras, como en los millones de pisos vacíos de nuestro país, mientras algunas familias viven literalmente en la calle. Pero hay muchos más pesebres, como aquellos que tienen dos San Josés, o una María, donde Jesús también se hace presente hoy. Donde el evangelio es cuidado para que se haga grande y grite a los cuatro vientos que Dios no habita en Templos o pesebres de diseño, sino en los seres humanos, en familias diversas, en comunidades que se entregan por los demás, y en sociedades en las que los últimos son los primeros.

Nuestro pesebre tiene dos San Josés, y no hay un niño, sino dos niñas, y sólo allí es donde mi familia y yo recibimos la esperanza y la llamada a trabajar por el evangelio. Sólo allí nuestra familia aprende a vivir la fe, sólo desde su realidad recibe lo que Dios tiene que decirles. Renunciar a construir ese belén, sería como cerrar la puerta a la irrupción de Dios en nuestra vida, como dejar marchar a aquel José y aquella María que en la pluma de Lucas y Mateo buscaban un lugar confortable donde pasar la noche, y traer a Jesús al mundo.

                                                                                                                                      
                                                                                                                                       Carlos Osma


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