Más allá de las palabras
Nombrar o no nombrar, poner
etiquetas a las experiencias y sentimientos, o liberarlas de ataduras
reduccionistas.... Parece que aquí reside a veces la gran batalla que vivimos a
nivel personal, pero que en ocasiones es aún más cruda a nivel político,
religioso y social. Palabras como cristiano, agnóstico, hombre, mujer,
homosexual, transexual, enfermo, sano, rico o pobre... ¿no son más bien
murallas que nos separan?¿no son el origen de muchos enfrentamientos?
En una primera lectura del
mensaje evangélico tendríamos que decir que sí, que las palabras en realidad no
son lo importante, que estas etiquetas que hemos construido para intentar
explicar un poco mejor el mundo, el momento por el que pasamos, la manera en
que percibimos nuestro cuerpo, o la opresión a la que hemos sido lanzados, no
son lo esencial. Lo importante son las acciones, no importa de donde vengan,
incluso podemos intentar olvidar las motivaciones de quienes las hacen. Lo
importante siempre es la acción, y sus consecuencias.
La parábola del buen samaritano,
por ejemplo, nos diría que lo esencial no es ser un maestro de la ley, un
sacerdote, un levita, o un samaritano. A lo que nosotros añadiríamos que no
importa si uno es pastor, atea, musulmán, heterosexual, pobre, o hija de
inmigrantes... lo importante es la acción de abandono o de implicación que cada
persona realiza con la realidad del prójimo. El comportamiento habla por sí
mismo, las palabras están de más, o incluso engañan.
También al preguntarnos por Dios,
la Biblia nos daría la misma respuesta; no se trata tanto de si es padre o
madre, vengativo o liberador, un Dios de la ley o de la gracia... sino de ver
las acciones que ha hecho y hace en su creación, a nuestro alrededor, y en
nosotros mismos. Estas acciones son las que realmente explican quien es, las
palabras podrían más bien alejarnos de Dios mismo e impedirnos percibirlo tal y
como él quiere manifestarse.
Pero si bien es cierto que las
palabras no son las cosas, no podemos negar que las visibilizan e incluso a
veces, las hacen existir. Lo de si algo no se nombra, no existe, no es sólo una
bonita frase, sino toda una realidad. Algunas personas sienten alergia, o
cierto repelús de las etiquetas, pero olvidan que normalmente lo que pide ser
nombrado, es lo que los poderes de cualquier índole quieren invisibilizar. Ser
hombre, rico, de la religión mayoritaria, heterosexual, ejercer poder, o tener
un cuerpo normativo y sano, no necesita pedir permiso para hacerse presente en
el mundo, el mundo es suyo, y lo grita a los cuatro vientos en cada momento y
lugar. Y lo hace utilizando etiquetas como normalidad, éxito, felicidad,
equilibrio, armonía, etc... que no son más que la propaganda de quienes están
arriba de la pirámide en la sociedad.
No se puede negar que por otro
lado podemos encontrar a quienes utilizan las etiquetas para oprimir,
olvidándose de que todo ser humano es más que una etiqueta. Me contaba una
conocida que ya en su adolescencia se dio cuenta de que era lesbiana, durante
casi veinte años vivió con una mujer de la que estaba enamorada, pero un día se
enamoró de un hombre, y no sólo sufrió por la ruptura con su mujer, sino por
traicionar a todo un colectivo. Las palabras describen, hacen comprender a las
personas el lugar que ocupan, pero no las encierran en esos lugares. Toda
persona es más que una palabra o que un conjunto de ellas. Pero sin palabras,
las personas son invisibles. Incluso el Dios innombrable tiene una palabra en
nuestro idioma, otra cosa es creer que la divinidad se agota en esa palabra.
La experiencia de muchos
homosexuales ha sido la de no poder verbalizar sus sentimientos, como se
sentían o quienes eran. Muchas comunidades que hacen esfuerzos por la
inclusión, creen que el camino de no poner etiquetas puede ayudar a que las comunidades
no vivan un enfrentamiento, pero no comprenden que lo que están pidiendo a
quienes han tenido la necesidad de nombrarse para existir, es que no existan. Éste
es sólo un ejemplo, pero podemos extenderlo a otras casuísticas donde las
minorías son silenciadas, en aras de la paz comunitaria. Una mentira a todas
luces, porque dónde hay personas sometidas, silenciadas, o humilladas, no hay
paz, sino una tregua más o menos frágil que tarde o temprano dará lugar a un
conflicto.
Si pasamos a un segundo estadio,
donde la palabra ha logrado ocupar un lugar en la sociedad, la batalla
principal pasa ahora a otro plano... al contenido. Se trata de intentar por
todos los medios, otros lucharán por evitarlo, que el contenido de esa palabra
sea el que nosotros queremos, y no tanto el que lo ha hecho aparecer, el que ha
hecho necesaria su existencia.
Hoy en día, por ejemplo, la gran
crisis que padecemos ha hecho más que nunca que la palabra pobre no se refiera
sólo a unos seres más o menos lejanos, sino que tenemos la impresión de que la
mayoría de las personas corren el riesgo de convertirse en pobres. Sin embargo
¿quién es el pobre? Pues en algunos casos la persona estigmatizada, por
avariciosa, por vaga, por inculta, por estúpida, por dejarse engañar por bancos...
y visto de esta manera, pues que corra con sus responsabilidades si se queda en
la calle con sus hijos. ¿De dónde viene esta idea? Quizás deberíamos pensar a
quién beneficia, a quién no cuestiona, para entender a quién le interesa que
los pobres sean todo eso. Y es justo en ese punto, donde otras personas
levantan la voz para decir que nuestros pobres son las personas oprimidas por
los mercados, abandonadas por un gobierno que está a merced de la señora Merkel , o
lanzadas directamente a la calle por los bancos que las desahucian.
En el ámbito religioso la palabra
de las palabras es Dios, y aquí todo el mundo sabe que es donde se decide lo
importante. Quién se lo lleve a su terreno gana, quien logre identificar su
ideología, su manera de ver el mundo, con Dios, tiene la mitad del partido
ganado. Dios es amor, pero.... y aquí comienza lo que intentará delimitar el
amor de Dios que a tantos pone nerviosos. Aquí es dónde empieza la ideología de
cada cual. Con el Dios es amor, no tenemos suficiente, Dios debe ser algo más
que ponga orden a un mundo que a mí me parece desordenado. Dios es justo, pero
la justicia de cada cual es la que ese Dios debe seguir. Dios es padre, pero un
padre castigador. Dios es paz, pero la paz que yo elijo, aunque haga sufrir a mucha
gente. Dios es éxito.... y aquí seguimos llenándolo con nuestras definiciones,
limitaciones o aclaraciones, es decir con nosotros y nuestra manera de ver el
mundo, porque en definitiva Dios soy yo.
Y quizás llegados a este punto,
nos damos cuenta de que volvemos al principio, a preguntar por el sentido de
las palabras. Y después de este camino, recibimos de nuevo la respuesta de que
las acciones son las únicas que realmente definen, y que éstas son más libres
que las palabras, por mucho que no podamos renunciar a ellas. Dios es quién se
nos ha revelado y tal como se nos ha revelado, una persona transexual es mi
compañera de trabajo, una persona con una enfermedad mental es mi hermana o mi
amiga. Cualquier ser humano, aunque me cueste entenderlo, es mi prójimo, o al
menos debería serlo. Allí, en la esencia, en el encuentro, está el sentido de
las palabras, y sólo desde ese encuentro, y no desde nuestras ideologías
particulares, debemos llenarlas de sentido.
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