Antonio, mi bisabuelo, nació en un pueblo de Granada allá por 1890 y, como muchas otras personas de su generación, estuvo implicado políticamente. Ocupó cargos directivos de la Unión General de Trabajadores en su población, donde participó también en la creación del Partido Socialista y donde fue el último alcalde escogido democráticamente antes de que, una vez acabada la Guerra Civil, un consejo de guerra franquista le condenara a veinte años de prisión, de los que acabaría cumpliendo alrededor de cinco.
Muchas veces he reflexionado sobre la experiencia de mi bisabuelo Antonio, esa que intenta gestionar la derrota y el fracaso para habitar un mundo peor del que se desea. Una derrota no solo intelectual, sino que implica privación de libertad, torturas, pérdida de seres queridos, ruina económica, falta de reconocimiento y silencio. También sobre sus dificultades para identificarse como católico cuando la institución religiosa a la que pertenecía se posicionó del lado del sistema opresor dándole cobertura ideológica. No es fácil mantener la dignidad cuando casi todo lo que te rodea lo tienes en contra, cuando quienes dicen qué está bien y qué está mal te convierten en un peligro para los demás. No es fácil ser cristiano dentro de una iglesia que no lo es.
A principios de los setenta, mi familia materna, huyendo del hambre y la represión, llevaba afincada en el País Vasco casi veinte años. Ese es el momento en el que de manera paulatina mi abuela Carmen, mi madre, tías, tíos, primos y primas se convierten a la fe evangélica. No lo hicieron a través de las iglesias evangélicas históricas que desde finales del siglo XIX aparecieron en España, sino a través de los movimientos evangélicos de corte fundamentalista que desde América llegaron a la Península durante el tardofranquismo.
Aunque a principios de los setenta dentro de la Iglesia católica existían movimientos que promovían las libertades y la democracia, quizás porque no tuvieron acceso a ellos, o porque su desconexión con esta iglesia era total, la fe evangélica supuso para la mayoría de mi familia una respuesta al deseo de libertad y de transformación social que existía en aquel momento en gran parte de la población española. Solo mi abuelo, un socialista torturado y encarcelado durante ocho años por el franquismo, mi padre y uno de mis tíos, no se hicieron evangélicos. Y no porque prefiriesen seguir siendo católicos, sino porque su desconexión había superado las estructuras para convertirse en una desconexión ontológica con Dios. Eran ateos convencidos.
La fe evangélica supo canalizar para mi familia materna en aquel momento lo que la Iglesia católica no fue capaz en el caso de mi bisabuelo Antonio treinta años antes. Sintieron que el Evangelio era una respuesta no solo para que sus vidas fueran mejores, sino para que la sociedad lo fuera. Siempre que hablan de aquella época, en sus historias, algunas de ellas en la clandestinidad, relatan unidad, generosidad, fraternidad, vidas compartidas con personas con las que en principio no tenían más en común que su fe en Jesús. Y ese era el proyecto de sociedad que ellas y ellos deseaban, un proyecto donde el mensaje de amor y justicia de Jesús fuera el centro. Un proyecto tanto o más utópico que el de mi bisabuelo Antonio, pero que, a diferencia del suyo al acabar la Guerra Civil, era posible vivirlo en aquella España que estaba a punto de entrar en un periodo democrático, dentro de la comunidad evangélica que crearon.
En la actualidad, cincuenta años después, en la mayoría de comunidades evangélicas como la que construyeron mi familia junto a otras personas que anhelaban una España y un mundo nuevo, el fundamentalismo ha acabado con la capacidad de conectar con las demandas de justicia y libertad de una parte de la sociedad. Ahora se predica seguridad, Verdad, normas, privilegios y división. Se ha abandonado el Evangelio, y se ha pasado al adoctrinamiento. A la búsqueda de influencia social, no para compartir propuestas —todo el mundo tiene derecho a compartir y justificar sus propuestas—, sino para imponérselas a quienes no las quieren. Si por ellas fuera, viviríamos un nacionalevangelicalismo.
La ultraderecha y el fascismo avanzan en España, y las comunidades evangélicas sienten suyas sus propuestas, quieren la misma sociedad, esa que tan lejos está del Evangelio de Jesús. Y no sabemos qué ocurrirá, si acabará imponiéndose como ocurrió tras la Guerra Civil Española, o saldrá victoriosa esa otra sociedad más libre y justa que mi familia —como tantas otras— anhelaban a principios de los años setenta. Creo que estamos en un momento tan trascendental como los dos anteriores, y quienes nos identificamos como cristianos percibimos más a las iglesias como lo hacía mi bisabuelo Antonio, que como lo hizo mi abuela Carmen: no estarán de nuestro lado en este momento, sino del de quienes quieren oprimirnos. Al menos la mayoría de ellas.
A pesar de eso, soy hijo, nieto y bisnieto de personas que no priorizaron instituciones, sino justicia. Cuando remaron en la misma dirección, se aferraron a ellas; cuando fueron un lastre o una amenaza, escogieron seguir una estela diferente. Y pienso que en este momento, los cristianos que estamos por los valores del Evangelio no tenemos otra que, como ellas, estar bien atentos a aquellas estelas diferentes que promueven discursos alternativos de justicia que promuevan la convivencia. El momento es crítico, y las decisiones que tomemos —o no nos atrevamos a tomar— marcarán nuestro futuro próximo, y el del resto de la sociedad.
Carlos Osma
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