No nos cuesta nada imaginar formas de familia diferentes, relaciones diversas, iglesias inclusivas, sociedades plurales y abiertas, o un mundo mejor. Y eso ocurre porque esas son las familias, relaciones, iglesias, sociedades y mundos, donde nuestra vida es viable de forma humana. Pero también, porque otras personas LGTBIQ que vinieron antes de nosotras hicieron posibles muchas de esas esperanzas que en su momento eran imposibles, inviables, inimaginables. No tenemos que esforzarnos demasiado, ni echar mano de una fe inquebrantable, la esperanza surge espontánea, de manera natural, sería estúpido desesperar para quienes hemos visto a lo largo de la vida como nuestros sueños inalcanzables se quedaban cortos ante lo que hoy es nuestra normalidad.
Pero «pensar que la esperanza sola transforma el mundo y actuar movido por esa ingenuidad, es un modo excelente de caer en la desesperanza, en el pesimismo, en el fatalismo».[2] Los relatos bíblicos de la Navidad muestran la esperanza cristiana, a Jesús, como un bebé indefenso de una familia humilde que corrió muchos riesgos para traerlo al mundo. Para que Jesús se hiciera historia, para que pudiera llegar a la vida, no se necesitó únicamente esperanza, sino también práctica, acciones decididas. Para que nuestra esperanza innata, biológica, genética, profética, no se quede en nada, para que se expanda y alcance también a quienes hoy la necesitan, urge compromiso. Tampoco las amenazas que pretenden hacer retroceder nuestros derechos y libertades, se esfumaran únicamente con esperanza.
Hay muchas personas LGTBIQ a las que su identidad les pesa, que lo único que quieren es vivir en paz, sin necesidad de echar mano de la esperanza. Sienten como una responsabilidad que no han pedido el hecho de tener que transformar sus familias, sus relaciones, la iglesia, la sociedad y el mundo. Solamente aspiran a ocupar los espacios que les dejan, y a alimentarse con las migajas que las buenas personas les lanzan. El mundo tal y como está les es suficiente, la esperanza les atormenta. Por eso se sienten a gusto en los establos donde habitan quienes no son merecedores de derechos humanos, en lugares donde el frío de la noche hace imposible sus sueños. Pero muy a su pesar, en esos establos se hace siembre un hueco la vida de donde surge la esperanza cristiana. No es posible para las personas LGTBIQ evadirse de la esperanza por mucho tiempo, al final resurge, es nuestra naturaleza, y lanza un grito desesperado, como el de un bebé que necesita la leche materna para sobrevivir.
Lo que esperamos tiene que ver con nuestra vida, pero también con la de los demás. Tiene que ver con el respeto a la diversidad, pero también con la eliminación de cualquier discriminación. No es esperanza exigir que todo el mundo tenga derecho a amar a cualquier persona, pero no exigir que todo el mundo tenga derecho a un trabajo digno, o a un hogar, a la libre circulación, a poder desarrollarse y expresarse libremente en el lugar donde ha nacido, a tener hijos o no tenerlos… Las esperanzas no se pueden agotar en lo particular, lo que las caracteriza es que tienen un imán que las aproxima a otras esperanzas.
Tratar de vivir en la esperanza concreta tiene sus riesgos, contradicciones y fracasos. Sin embargo para nosotras no hay elección posible, no la podemos arrancar de nuestro ADN, siempre acaba por resurgir, huyendo del cielo y de los imposibles para tomar forma en el presente, quizás de forma imperfecta, pero muy real. No esperamos a mañana, ni al más allá, esos no son nuestros espacios, los nuestros son el hoy y la realidad. Porque el Mesías, cuyo nacimiento celebramos estos días, no nos trajo doctrinas, ni nos llamó a la pasividad y la resignación, sino que «nos mostró como los objetos de nuestra esperanza se encarnan día a día en realidades concretas»[3]. Celebrar la Navidad, es vivir y celebrar la vida bajo esa esperanza.
Carlos Osma
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[2] Ibid. 24.
[3] Enric Capó, Per què i per a què sóc cristià, Madrid: Fliedner Ediciones 2011, p.96.