Dios me dio un hijo, pero no quise verlo

 

María es cristiana católica desde siempre, fue bautizada a los pocos días de nacer, tomó la primera comunión con diez años, se confirmó con quince, se casó en la iglesia católica de su barrio, y allí bautizó también a su primera hija: Sandra. Siempre ha formado parte de la misma comunidad católica, de la que se ha sentido muy cercana, aunque también ha sido crítica en temas como el papel que las mujeres tienen en esta iglesia, y ha sido clara en su posición a favor del aborto. Desde muy pronto se dio cuenta de que su hija era diferente a las demás, demasiado masculina pensaban ella, pero nunca se atrevió a preguntarle, cerró los ojos y rezó para que nunca viniera a confesarle que era lesbiana.

Y así ocurrió, porque lo que tenía que decirle Sandra cuando la sentó en la silla de la cocina para hablar, es que no era su hija, sino su hijo, y que ya no era Sandra, sino Pol, que en realidad era quien siempre había sido, y que no iba a cambiar nada; o que por lo menos a él, no le gustaría que cambiara nada. Pero eso ya no lo escuchó María, se quedó en shock, incapaz de articular una palabra, o incluso de mirar a los ojos a su… hijo. Sentía como Pol le cogía de las manos y se las llevaba a la boca para besarlas, también como le abrazaba, y sabía que esos besos y abrazos eran idénticos a los que Sandra le daba… Pero aquel pequeño cambio, aquel palito cuya desaparición convertía la a en o, la hija en hijo, y que luego transformaba a Sandra en Pol, podía traer otros muchos cambios que no entendía y que la aterraban. Y decidió fingir, lo hizo muy mal, pero fingió, y devolvió a… Sandra el abrazo, y le dijo que era su… hija y que siempre iba a estar con ella para ayudarla. No pudo hacer mucho más, nadie le había dicho como se enfrenta una madre a esto.

María pasó unos días encerrada en ella misma, pero pronto se dio cuenta de que necesitaba contarle lo que le estaba pasando a alguien, y así lo hizo. Fue a hablar con Joan, un capellán que conocía desde hacía muchos años. Sabía que era una persona razonable con la que se podría hablar de todo sin sentirse juzgada. No fue una conversación, fueron muchas, y durante varios meses, que ayudaron a María a desmontar todos los prejuicios que le impedían aceptar y querer a su hijo. Pero también los que no le permitían perdonarse a ella misma por haberlo abandonado, y no haberlo protegido y ayudado. Cuando se sintió preparada, María sentó a su hijo en la misma silla de la cocina donde habían tenido aquella conversación que la descolocó; le cogió las manos, y mirándole a los ojos le dijo: «Pol es un nombre muy bonito, tienes mejor gusto que yo para los nombres, te quiero y estoy a tu lado. Perdóname, Dios me dio un hijo, y no una hija, pero no supe, o no quise verlo». Pol la abrazó, y la besó, como siempre había hecho, y le dijo que no tenía nada que perdonarle, que ahora respiraba feliz después de varios meses pensando que había perdido a su madre para siempre.

Al domingo siguiente María fue a la iglesia, y Santiago, el joven sacerdote que desde hace un par de años lleva la parroquia, le preguntó por su hija Sandra. Le dijo que hacía casi un año que no la veía, y que la echaban de menos, que aportaba mucho tocando la guitarra. María le explicó que su hija Sandra ahora era su hijo Pol, y Santiago le contestó que lo sentía mucho, que imaginaba por lo que estaba pasando, que hoy los jóvenes están a merced de los discursos queer que los desestabilizan y los llevan a confundir su identidad. María le respondió que no, que ella estaba orgullosa de su hijo Pol, y que si de algo se arrepentía, era de no haberlo apoyado y ayudado antes, de no haber estado a su lado. Pero que Pol seguía tocando igual de bien la guitarra y que le diría que viniese el próximo domingo a tocarla. Santiago le dijo que no hacía falta, que esto era la casa del Señor, y que preferían seguir cantando a capela. Además le explicó con un todo angelical y amoroso, que como cristiana no debía apoyar en esto a su hija, que la única forma de ayudarla era sacarle todo aquello de la cabeza. Que había psicólogos y especialistas católicos que podrían ayudarla. María le aclaró que su hijo no necesitaba psicólogos, que justamente ahora lo veía más feliz que nunca. Santiago le dijo entonces, que era un pecado que como madre apoyase la confusión en la que su hija estaba inmersa, y que por eso, era mejor que no participara de la comunión. María lo miró directamente a los ojos y le respondió: «Creo que usted al decirme que rompa la comunión con mi hijo, no entiende lo que significa tomar la comunión. Examine su conciencia, porque si no comprende lo que significa formar parte del cuerpo de Cristo, quizás no lo está sirviendo como debería». Después María, salió de la iglesia, y hasta hoy no ha vuelto. Ahora se reúne en otra, y Pol la acompaña algunos domingos para tocar la guitarra.

Hay diferentes formas de entender la esencia del cristianismo, para algunos, lamentablemente están las normas y las doctrinas, para otros está el prójimo, desde él se ven las normas y las doctrinas con otra perspectiva. Por sus obras los conoceréis, y por los frutos que producen dichas obras. La transfobia no puede ser un fruto nacido del evangelio, la empatía y el amor, sí. Es urgente que tantas y tantas iglesias vuelvan al evangelio, vuelvan al seguimiento de Jesús, y se alejen de las ideologías del odio y la exclusión. Que se comporten como una madre o un padre, como María, dejándose guiar por el Espíritu, para volver a conectar con su hijo Pol. Para seguir siendo madre. Para seguir siendo, de verdad, Iglesia.

Carlos Osma

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