Lamentarse ante nuestra tumba


“Cuando pasó el sábado, María Magdalena, María la madre de Jacobo, y Salomé, compraron especias aromáticas para ir a ungirlo. Muy de mañana, el primer día de la semana, vinieron al sepulcro recién salido el sol”
(Mc 16,1-2).

Carmen Bernabé, profesora de Sagrada Escritura en la Universidad de Deusto, explica en un artículo publicado en el libro Reimaginando los orígenes del cristianismo[1] que la tradición de la visita al sepulcro por parte de las mujeres para ir a ungir el cuerpo de Jesús, ha sido elaborada con un interés teológico comunitario por parte de cada uno de los evangelistas. Sin embargo, considera que tras ella existe una tradición oral con diferentes versiones, que tiene su origen en la visita a la sepultura de Jesús de varias discípulas para hacer duelo y lamentarse. Una costumbre que los estudios sociológicos y la arqueología han corroborado a pesar de estar condenada oficialmente en el judaísmo. Las visitas a las tumbas de los difuntos se habían extendido entre la población judía del siglo primero, y las mujeres probablemente lo hacían al amanecer o el atardecer para intentar no encontrarse a nadie en el camino.

Al leer el texto evangélico y el comentario de Carmen Bernabé me he preguntado por la relación de los cristianos LGTBIQ con la sepultura donde enterraron su yo heterosexual y/o cisgénero, pero probablemente también su comunidad de fe, su familia, algunos proyectos y sueños, el trabajo, la ciudad, la Biblia, o incluso la fe. Hay personas que afirman que hace mucho tiempo que dejaron atrás esa sepultura, otras que lo suyo no fue una sepultura sino más bien una incineración, y que las cenizas resultantes se las llevó el viento. Personalmente me cuesta creerlo porque esas sepulturas, o cenizas, no están fuera de nosotros, sino que forman parte de quienes somos ahora. No nacimos el día en el que nos liberamos y dijimos al mundo entero quienes éramos, el día en el que asumimos nuestra identidad ante nosotros y ante los demás. Nacimos tiempo antes, y lo que ocurrió entre ambos nacimientos siempre nos acompaña. Podemos esconder en lo más profundo nuestro sepulcro o urna particular, pero está ahí, y quizás como las mujeres del evangelio, deberíamos acercarnos a él para lamentarnos.

Dice Carmen Bernabé que las mujeres eran las encargadas de ir a las tumbas, de cuidarlas, y que ante ellas realizaban lamentos rituales. Con esos lamentos, que eran composiciones poéticas que se cantaban sin instrumentos musicales, expresaban el dolor que sentían. Es verdad que en algunas ceremonias también había lugar para que los hombres pudieran cantar, pero sus canciones servían más bien para elogiar a los difuntos, recordando sus acciones heroicas. Por una parte, creo que la forma en la que los hombres se comportaban frente a la tumba de quienes habían fallecido podría servirnos de ejemplo a las personas LGTBIQ para aproximarnos a nuestro sepulcro, al dolor padecido, a la pérdida. Y es que tenemos razones más que de sobra para elogiarnos y subir nuestra autoestima: nos hemos enfrentado a la LGTBIQfobia con determinación, hemos luchado por la justicia, no hemos agachado la cabeza, y hemos ganado muchas batallas. Sin embargo, tengo la impresión que más que una aproximación a la sepultura en la que un día vivimos (morimos), con esta estrategia estamos intentando huir de ella. Y es lógico, porque nos trae a la memoria tanta humillación, que preferimos imaginarnos como héroes y heroínas. Sentimos tanta claustrofobia al volver a recordarnos dentro de ella, que nos refugiamos en la libertad que nos ofrece la vida que ahora hemos construido.

Las mujeres frente al sepulcro con sus lamentos intentaban elaborar su pérdida. Una visión superficial de esta forma de actuar puede parecer poco liberadora, pero si nos aproximamos y la analizamos un poco, descubriremos que tiene mucho que aportarnos. Para empezar porque con sus lamentos querían mantener vivo el recuerdo y la presencia del difunto, y las personas LGTBIQ no deberíamos olvidar nunca la experiencia opresiva que vivimos, ni pasar por alto que esa experiencia todavía hoy influye en muchas de nuestras acciones sin darnos cuenta. También pretendían reivindicar la historia de quien había fallecido, y en nuestro caso, nadie reivindicará nuestra historia si no lo hacemos nosotros. Al niño marica, a la adolescente trans, a la joven bollera, que no tenía las herramientas necesarias para enfrentarse a un sistema opresivo que lo ocupaba todo, podemos darle el último golpe de gracia para deshacernos de él o de ella. Podemos borrarlo, avergonzarnos de ella, de sus contradicciones y mentiras para sobrevivir, podemos decir que no existió. Pero también tenemos la posibilidad de mirarlo con amor y reconocer que hizo todo lo que supo y pudo para sobrevivir.

Hay una función más que tenían los lamentos ante las tumbas de los difuntos: la de denunciar las injusticias sufridas. Para hacernos una idea de lo subversivas que podían llegar a ser las lamentaciones de las mujeres en los ritos de duelo, en la antigua Grecia se regularon por temor a provocar alteraciones del orden. También se intentaron controlar más tarde en el cristianismo introduciendo como modelo el comportamiento sereno de María, la madre de Jesús, a los pies de la cruz. Pero las seguidoras de Jesús que lamentaban la muerte de su maestro, reivindicaban también su vida y, por tanto, condenaban las acciones de quienes habían acabado con ella en una cruz. Acercarnos a nuestras propias tumbas, al lugar donde dejamos a aquella persona que un día fuimos, se puede hacer con la determinación de denunciar la LGTBIQfobia que padecimos y a las instituciones que las promueven, algunas en nombre de dios. Ante nuestra acción determinada siempre habrá la voluntad de desprestigiarnos, de silenciarnos, o de decirnos cuál es la manera correcta y “cristiana” de lamentarse, pero nuestro ejemplo a seguir son los gritos y las lágrimas de unas mujeres a las que nadie pudo impedir que denunciaran una injusticia.

Pasar página para tratar de construir una nueva vida tratando de olvidar aquella en la que la LGTBIQfobia nos crucificó, es una acción que creo que al final no libera, no ayuda a curar las heridas. La experiencia que tuvieron las mujeres que fueron al sepulcro tres días después de la muerte de Jesús para lamentar su pérdida, nos permite ver que el lamento no siempre es un círculo vicioso del que no se puede salir, algo que nos revictimiza y que no puede liberarnos. El lamento puede ser una manera de no dejar atrás la persona que un día fuimos, de reivindicarla, y de denunciar el sufrimiento padecido. Según el Evangelio de Marcos la experiencia de la resurrección de Jesús no fue dada a los hombres que habían huido de la cruz y del sepulcro, sino a las mujeres que asumieron la tarea de acompañar a su maestro y lamentar su muerte. El grito de dolor puede ser creativo, y tiene la capacidad de abrirnos a la resurrección. Una resurrección que nos trae esperanza no solo a nosotros, sino a todas aquellas personas cuyo cuerpo ha sido introducido en un sepulcro. No nos avergoncemos, por tanto, atrevámonos a gritar y lamentarnos por la injusticia de la LGTBIQfobia que todavía trata de destruir la vida de tantas personas, y a las instituciones e iglesias que la amparan.

Carlos Osma

 

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[1] Bernabé, C. & Gil, C. Reimaginando los orígenes del cristianismo (Estella; Editorial Verbo Divino, 2008), pp. 307-352.

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