Al leer el texto evangélico
y el comentario de Carmen Bernabé me he preguntado por la relación de los
cristianos LGTBIQ con la sepultura donde enterraron su yo heterosexual y/o cisgénero,
pero probablemente también su comunidad de fe, su familia, algunos proyectos y
sueños, el trabajo, la ciudad, la Biblia, o incluso la fe. Hay personas que
afirman que hace mucho tiempo que dejaron atrás esa sepultura, otras que lo
suyo no fue una sepultura sino más bien una incineración, y que las cenizas
resultantes se las llevó el viento. Personalmente me cuesta creerlo porque esas
sepulturas, o cenizas, no están fuera de nosotros, sino que forman parte de
quienes somos ahora. No nacimos el día en el que nos liberamos y dijimos al
mundo entero quienes éramos, el día en el que asumimos nuestra identidad ante
nosotros y ante los demás. Nacimos tiempo antes, y lo que ocurrió entre ambos
nacimientos siempre nos acompaña. Podemos esconder en lo más profundo nuestro
sepulcro o urna particular, pero está ahí, y quizás como las mujeres del
evangelio, deberíamos acercarnos a él para lamentarnos.
Dice Carmen Bernabé que las
mujeres eran las encargadas de ir a las tumbas, de cuidarlas, y que ante ellas
realizaban lamentos rituales. Con esos lamentos, que eran composiciones poéticas
que se cantaban sin instrumentos musicales, expresaban el dolor que sentían. Es
verdad que en algunas ceremonias también había lugar para que los hombres
pudieran cantar, pero sus canciones servían más bien para elogiar a los
difuntos, recordando sus acciones heroicas. Por una parte, creo que la forma en
la que los hombres se comportaban frente a la tumba de quienes habían fallecido
podría servirnos de ejemplo a las personas LGTBIQ para aproximarnos a nuestro
sepulcro, al dolor padecido, a la pérdida. Y es que tenemos razones más que de
sobra para elogiarnos y subir nuestra autoestima: nos hemos enfrentado a la
LGTBIQfobia con determinación, hemos luchado por la justicia, no hemos agachado
la cabeza, y hemos ganado muchas batallas. Sin embargo, tengo la impresión que
más que una aproximación a la sepultura en la que un día vivimos (morimos), con
esta estrategia estamos intentando huir de ella. Y es lógico, porque nos trae a
la memoria tanta humillación, que preferimos imaginarnos como héroes y heroínas.
Sentimos tanta claustrofobia al volver a recordarnos dentro de ella, que nos
refugiamos en la libertad que nos ofrece la vida que ahora hemos construido.
Las mujeres frente al
sepulcro con sus lamentos intentaban elaborar su pérdida. Una visión
superficial de esta forma de actuar puede parecer poco liberadora, pero si nos
aproximamos y la analizamos un poco, descubriremos que tiene mucho que
aportarnos. Para empezar porque con sus lamentos querían mantener vivo el
recuerdo y la presencia del difunto, y las personas LGTBIQ no deberíamos
olvidar nunca la experiencia opresiva que vivimos, ni pasar por alto que esa
experiencia todavía hoy influye en muchas de nuestras acciones sin darnos
cuenta. También pretendían reivindicar la historia de quien había fallecido, y en
nuestro caso, nadie reivindicará nuestra historia si no lo hacemos nosotros. Al
niño marica, a la adolescente trans, a la joven bollera, que no tenía las
herramientas necesarias para enfrentarse a un sistema opresivo que lo ocupaba
todo, podemos darle el último golpe de gracia para deshacernos de él o de ella.
Podemos borrarlo, avergonzarnos de ella, de sus contradicciones y mentiras para
sobrevivir, podemos decir que no existió. Pero también tenemos la posibilidad
de mirarlo con amor y reconocer que hizo todo lo que supo y pudo para
sobrevivir.
Hay una función más que tenían
los lamentos ante las tumbas de los difuntos: la de denunciar las injusticias
sufridas. Para hacernos una idea de lo subversivas que podían llegar a ser las
lamentaciones de las mujeres en los ritos de duelo, en la antigua Grecia se
regularon por temor a provocar alteraciones del orden. También se intentaron
controlar más tarde en el cristianismo introduciendo como modelo el comportamiento
sereno de María, la madre de Jesús, a los pies de la cruz. Pero las seguidoras
de Jesús que lamentaban la muerte de su maestro, reivindicaban también su vida
y, por tanto, condenaban las acciones de quienes habían acabado con ella en una
cruz. Acercarnos a nuestras propias tumbas, al lugar donde dejamos a aquella persona
que un día fuimos, se puede hacer con la determinación de denunciar la
LGTBIQfobia que padecimos y a las instituciones que las promueven, algunas en
nombre de dios. Ante nuestra acción determinada siempre habrá la voluntad de
desprestigiarnos, de silenciarnos, o de decirnos cuál es la manera correcta y “cristiana”
de lamentarse, pero nuestro ejemplo a seguir son los gritos y las lágrimas de
unas mujeres a las que nadie pudo impedir que denunciaran una injusticia.
Pasar página para tratar
de construir una nueva vida tratando de olvidar aquella en la que la
LGTBIQfobia nos crucificó, es una acción que creo que al final no libera, no ayuda
a curar las heridas. La experiencia que tuvieron las mujeres que fueron al
sepulcro tres días después de la muerte de Jesús para lamentar su pérdida, nos permite
ver que el lamento no siempre es un círculo vicioso del que no se puede salir,
algo que nos revictimiza y que no puede liberarnos. El lamento puede ser una manera
de no dejar atrás la persona que un día fuimos, de reivindicarla, y de denunciar
el sufrimiento padecido. Según el Evangelio de Marcos la experiencia de la resurrección
de Jesús no fue dada a los hombres que habían huido de la cruz y del sepulcro,
sino a las mujeres que asumieron la tarea de acompañar a su maestro y lamentar
su muerte. El grito de dolor puede ser creativo, y tiene la capacidad de abrirnos
a la resurrección. Una resurrección que nos trae esperanza no solo a nosotros, sino
a todas aquellas personas cuyo cuerpo ha sido introducido en un sepulcro. No nos
avergoncemos, por tanto, atrevámonos a gritar y lamentarnos por la injusticia
de la LGTBIQfobia que todavía trata de destruir la vida de tantas personas, y a
las instituciones e iglesias que la amparan.
Carlos Osma
Consulta dónde encontrar "Solo un Jesús marica puede salvarnos"
[1] Bernabé, C. & Gil, C. Reimaginando
los orígenes del cristianismo (Estella; Editorial Verbo Divino, 2008), pp. 307-352.