Pesebres que huelen a muerto


Es posible que la falta de vida recorra el pesebre al que nos acercamos todos los días, y en vez de empoderarnos con la esperanza de la irrupción de la salvación, nos empecinemos en colocar, como en el famoso cuadro del Guernica, una María que sostiene en sus brazos al Mesías muerto que ya no puede hacer nada por nadie. Un Mesías que algún poder totalitario bombardeó desde el cielo una vez tras otra hasta hacerlo desaparecer. Y así, nuestro pesebre en blanco y negro, lleno de dolor y resignación, sea el símbolo de la muerte de nuestra fe, esperanza y amor. Pasa todos los días, y aunque nos llamemos cristianos, nuestro Cristo es una víctima que ni tiene, ni puede dar vida, porque le fue arrebatada nada más nacer.

Hay mucha gente a la que le interesan esos pesebres que huelen a muerto, pero donde los cuerpos no se descomponen por los litros y litros de formol que los conservadores gastan en ellos. Dicen que no hacen daño a nadie, porque a quienes destrozan la vida no son nada ni nadie, y los exhiben inertes en brazos de madres que gritan desconsoladas, para advertir a todo el mundo que quien se salga del molde de lo aceptable, acabará de la misma forma. Son pesebres que apestan a resignación, a humillación, a evangelio de toda la vida. Pesebres en solo dos colores, los únicos que son aceptables para quienes han divinizado el binarismo y les horroriza el arcoíris.

Y es verdad que nosotras a veces nos los creemos y resignadas nos arrodillamos ante la imagen de la Piedad que muchos aprendices de Miguel Ángel intentan esculpir en nuestros cuerpos con sus teologías opresivas. Y tras sus golpes de cincel nos sentimos más parecidas al resto, más aceptables, y llegamos incluso a pensar que hemos ganado la batalla. Sin embargo, el ojo frío y acusador que corona nuestras vidas, continúa haciéndonos culpables. No hay escapatoria posible, en el pesebre de muerte solo cabe el sufrimiento y la desesperación. Incluso la paloma, imagen del espíritu que ejerce su influjo sobre nosotras, esta espantada, posiblemente muerta, dejándonos meridianamente claro que para nosotras ya no hay salvación. Estamos condenadas a la muerte.

Podemos no resignarnos, y autoengañarnos con unos cuantos botes de pintura con los que ir tiñendo cada uno de los elementos de nuestro Belén. Y así, enseñar a los amantes del blanco y negro las bondades del rojo, el azul o el verde. Pero por mucho que nuestra María adquiera los colores del arcoíris, el Mesías sigue muerto en sus brazos. Porque ser una maquilladora de teologías muertas, no cambia la realidad, solo la disfraza para intentar hacer caer en la trampa a insensatos e insensatas que, en vez de buscar la vida, quieren parecer atractivas y aceptables. Los Mesías rosaditos, si están muertos, apestan igual de mal que los que nos pintan en blanco y negro. Ya se pueden empeñar los eruditos de la tanatoteología en perfumarlo de progresismo, que quien adora a un muerto, no puede esperar mucha vida.

Aunque siempre nos queda el recurso de apartar la mirada del cadáver del recién nacido, y posarla sobre mujeres y hombres que gritan con desesperación, seguro que sabremos decirles que deben hacer con su vida. Son personas que nos ayudan, porque nos ofrecen una huida aceptable para parecer buenas cristianas. Y así, mientras las bombas de odio siguen cayendo sobre nuestro pesebre, haciéndolo cada día más infernal, podemos ofrecerles refugio a cambio de que arranquen sus lenguas para no denunciar la injusticia. Los seres sufrientes, quienes celebramos el dolor y los agravios recibidos, quienes nos flagelamos para obtener placer y satisfacción, sabemos dar como nadie adoración a nuestros Mesías. Levantamos los brazos reconociendo su gloria y corremos prestos hacia él… La muerte atrae a la muerte, y quienes no tenemos voluntad alguna de vida, marchamos juntos con determinación, para adorar a un Dios que, si algún día llegó a nacer, ahora está definitivamente muerto.

En color o en blanco y negro, ¡qué más da!, en los establos donde prematuramente murió el redentor, no hay liberación para nadie. La salvación no se predica ni se espera, todo lo contrario, la opresión es dueña y señora de cada recoveco donde esperábamos protegernos del frío de la noche. Allí no hay buenas nuevas, todas fueron dichas antes y hoy suenan huecas, tampoco perdón o resurrección, porque los dioses impotentes no tienen poder para eso. En los pesebres que huelen a muerto no hay amor, ni prójimo, ni evangelio, solo gritos de dolor que no recibirán consolación, y lágrimas que jamás serán enjugadas. No hay milagro posible, solo la desesperanza ante la más cruda irrealidad.



Carlos Osma



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