Cristiano, protestante y liberal. Por decir algo.


No soy el primero al que han educado dando preferencia a lo de ser cristiano antes que a lo de evangélico. Nadie negaba lo segundo, pero cuando se le preguntaba a alguno de mis familiares su confesión, decía: “Soy cristiano”. Sólo en el caso de que se pidiera una aclaración, se añadía: “Cristiano evangélico”. La razón era muy sencilla, se daba énfasis a la experiencia personal antes que a las estructuras religiosas. “Nosotros no seguimos una religión, seguimos a Cristo”, esta es una de las frases que desde niño más me han repetido.

A pesar de esta declaración de principios también es cierto que cuando conocíamos a una persona evangélica, quizás porque no había demasiadas en nuestro entorno, dábamos por hecho que era como de la familia. Que alguien confesara la fe evangélica indicaba sin lugar a dudas que iba en nuestro mismo barco y que seguía al mismo Cristo. Con los católicos era diferente, y aunque en otros planos las relaciones podían ser muy buenas, en lo tocante a la experiencia espiritual ellos eran únicamente religiosos que se habían perdido adorando a imágenes y olvidando la Palabra de Dios.

Fue sobre todo en mi etapa universitaria cuando conocí la diversidad evangélica. De pronto, como los caracoles después de la lluvia, surgieron a mi alrededor cientos de grupos y denominaciones evangélicas que hasta entonces no sabía que existían. Al principio pensé que más o menos todos éramos iguales, pero no, la realidad mostraba una gran diversidad que cada vez iba en aumento. Así que asumí lo que se daba por hecho en la comunidad a la que asistía: Que no todos los evangélicos éramos igual de fieles a la Palabra de Dios, que eso dependía de la denominación, y que, aunque seguíamos siendo hermanos, algunos evangélicos interpretaban erróneamente ciertos textos de la Biblia. De todas formas se me decía que esto no era tan grave, porque compartíamos la convicción de que la salvación era por la gracia de Dios y de que la Biblia era su Palabra infalible.

Hoy me queda muy lejos esa experiencia de unidad, ese significado que de por sí tenía la palabra evangélico. Para empezar ya nunca utilizo esa expresión, ahora sólo me trae a la mente rechazo, incomprensión y fundamentalismo. No consigo encontrar puntos de encuentro con gran parte de las personas que se autodenominan evangélicas. Esta palabra ya no dice nada de mi experiencia como cristiano. Y cuando coincido con alguien que se dice evangélico, me pongo primero a la defensiva y espero a ver si su nivel de intransigencia va a hacer posible algún tipo de diálogo. Hay veces que me equivoco, pero cuando no es así y me preguntan sobre mi fe, les respondo lo que me enseñaron de niño: “Yo soy cristiano”. Y por mucho que insistan, a lo sumo añado: “Cristiano protestante”. Si con eso no tienen suficiente termino con lo de: “Protestante liberal”. Hasta ahora nadie ha necesitado más apellidos.

Las coletillas pueden tener su función y su importancia, pero a mí cada día me dicen menos del contenido. Evangélicos, católicos, o incluso judíos o musulmanes, el nombre ni dice ni desdice nada. La actitud hacia Dios, la manera de ver el mundo, y la forma de entender al resto de seres humanos, eso es lo que me une o lo que me dificulta entender a otro creyente. Vivo la extraña experiencia de no ver al Dios al que yo sigo en personas que recibieron la misma educación que yo, y supongo que ellos deben sorprenderse también. Con algunos aún hay un canal para compartir nuestra vivencia de Dios, pero con la mayoría hace años que se rompió. El fundamentalismo es lo que tiene, o se acepta lo que ellos dicen, o no hay nada más que hablar. Hay que vivir, pensar y sentir como ellos quieren. Las normas las ponen ellos, y si no, la ruptura. Ya puede ser un conocido, tu hermano o tu madre, no importa.

“Soy cristiano”, eso es lo que me han enseñado, ahí está lo más importante de todo, la esencia de mi fe. Y lo soy, no en la medida que sigo la fe de mi familia, o la de la comunidad en que me educaron, sino cuando intento seguir a Cristo. No necesito que nadie confirme mi experiencia de seguimiento, o que le ponga un sello de aceptación. Yo sé en quién he creído y cuándo soy o no, fiel a su llamada. No es una fe individual, no estoy diciendo eso,  sino más bien abierta a las experiencias de Dios de cualquier creyente, no priorizo ningún nombre más allá del de Cristo. Esto es lo esencial de mi educación en una familia cristiana, y aunque hubo momentos en los que pensé que se habían equivocado, ahora me doy cuenta de que debo estarles eternamente agradecido.



Carlos Osma

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