Unidos por el amor a un crucificado
Una reflexión de Jn 19, 17-30.
“Jesús, cargando su
cruz, salió al lugar llamado de la Calavera, en hebreo, Gólgota.
Allí lo crucificaron con otros dos, uno a cada lado, y Jesús en
medio”.
El Jesús del Evangelio
de Juan es tan diferente al del resto de evangelios que a menudo nos
desconcierta. Y lo hace porque el evangelista en su intento de
presentar a Jesús en plena intimidad con Dios, parece deshumanizarlo
y alejarlo de nosotros. Es evidente que hay una intencionalidad
teológica, pero ver a Jesús cargando su cruz y marchando con ella
hacia el Gólgota, como quien decide darse un paseo triunfal hasta el
trono en el que ocupará el lugar central, no ayuda para que
empaticemos con la experiencia histórica de una persona que fue
torturada y asesinada de una forma tan cruel.
Sin embargo el
evangelista no busca nuestra empatía, sino que, en un momento
histórico en el que el cristianismo tenía que reafirmarse frente a
un judaísmo de carácter fariseo, era necesario dar valor al
elemento central de su conflicto: a Jesús. Y en la medida en el que
aquel Mesías se convertía en un ser divino, la ruptura con el
fariseísmo estaba servida. Así que la estrategia del autor (o
autores), no fue en ningún momento la de buscar puntos de conexión
o elementos de encuentro, sino la de reafirmar el elemento central de
la fe cristina. Puede parecernos más o menos acertada su intención,
pero deberíamos preguntarnos si los cristianos y cristianas del
siglo XXI utilizamos la misma estrategia para lidiar con nuestras
diferencias.
Que no pretendiese
tender puentes de diálogo, no significa necesariamente que la
voluntad de Juan fuese
la de hacerlos saltar por los aires. La obra no va dirigida a los
fariseos, sino a los seguidores de Jesús, para reforzar y
profundizar su fe en un momento de confrontación. Y si hay algo que
tiene muy claro el evangelista, es que sólo poniendo la mirada en
Jesús y a él como centro, el cristianismo puede tener algo
que decir en un mundo donde la diversidad va en aumento. Si eso se
traduce en rupturas, pues bienvenidas sean.
“Escribió también
Pilato un letrero, que puso sobre la cruz, el cual decía: Jesús
Nazareno, Rey de los judíos. Muchos de los judíos leyeron aquel
letrero, porque el lugar donde Jesús fue crucificado estaba cerca de
la ciudad, y el letrero estaba escrito en hebreo, en griego y en
latín. Dijeron a Pilato los principales sacerdotes de los judíos:
No escribas: Rey de los judíos, sino: Este dijo: Soy rey de los
judíos. Respondió Pilato: Lo que he escrito, he escrito”.
De repente Jesús
desaparece de la escena, y ésta se centra en una discusión sobre su
identidad. Definir a un ser humano al que se ha crucificado antes, no
puede tener como intención entender quién es. Lo que quieren los
representantes religiosos, es simplemente reafirmar su teología y su
posición social. Es una falsa discusión, no hay diálogo, algo muy
común en el pensamiento religioso que dice buscar la verdad, pero
que cuando está ante ella la ignora porque rompe sus esquemas
arcaicos. La verdad para Juan era
un ser humano, y ellos lo habían crucificado. Y frente al que
había sido torturado y traspasado por clavos, los sacerdotes solo
quieren poner un broche final, uno que dice que tienen
la razón y el ajusticiado no. Según el evangelista, los fariseos no
quieren que la mirada de quienes pasan frente a la cruz se dirija
hacía Jesús, sino hacia la letra, hacia un cartel que etiqueta al
crucificado con una identidad que no es la suya, pero que permite que
la teología farisea quede indemne, y a sus dirigentes disfrutar de
sus beneficios.
Podríamos creer que el
poder político sí ha entendido quien es Jesús y es capaz de
definirlo correctamente. Pilato ha acertado, ¿ha entendido lo que al
poder religioso se le escapa?
El evangelista parece decirnos que no, que se puede dar la identidad
que corresponde a Jesús por error, o simplemente por intentar
provocar al fariseísmo recordándole quien ostenta el poder
realmente. El cartel que manda colocar Pilato sobre la cruz expresa
la identidad que Jesús mostró, pero no está basada en una mirada
sincera hacia Jesús, en una aceptación real de su identidad. El
crucificado seguía en la cruz, aquella a la que le habían subido
quienes decían reconocer quien era. Y es que se puede ser muy
comprensivo, tener toda la razón, y seguir subiendo a la cruz a
quienes nos son incómodos, porque con esa cruz nuestro poder se
impone frente a otros poderes que nos incomodan.
“Cuando los soldados
crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos e hicieron cuatro pares,
una para cada soldado. Tomaron también su túnica, la cual era
costura, de un solo tejida de arriba abajo. Entonces dijeron entre
sí: No la partamos, sino echemos suertes sobre ella, a ver de quién
será. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura, que dice:
Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes.
Y así lo hicieron los soldados”.
Quienes mueven los
hilos a su conveniencia, no se ensucian las manos de sangre, para
ello tienen a sus soldados que ejecutan a la perfección las órdenes
recibidas. En estos versículos la mirada sigue alejada del Jesús
crucificado, pero también se aleja de los centros de poder que lo
han llevado hasta el Gólgota, ahora la acción se sitúa en la mano
de obra de la ideología dominante. Los soldados no piensan, ni
dudan, ni sienten… se limitan a hacer lo que han hecho toda la
vida, lo que es natural: “que
quienes molestan sean eliminados”.
Frente a una humanidad crucificada que parecen ignorar se comportan
como simples máquinas, ¿dónde agoniza realmente la vida, arriba en
la cruz, o delante de ella?
Los soldados cumplen a
raja tabla la Escritura, ellos son sus guardianes, y al hacerlo
desnudan a un Jesús sufriente que ya agoniza. Allí ante ellos todo
se muestra en su verdadera humanidad, sin que nada quede escondido.
Pero su mirada no se dirige hacia el cuerpo vulnerable y herido,
hacia el sufriente, sino hacia ellos mismos, por eso se disponen a
obtener algún beneficio. Y reparten sus vestidos de forma ordenada,
organizada, como si estuvieran acostumbrados a hacerlo todos los
días. Y es que los ejecutores de las ideologías asesinas, no suelen
ser víctimas inocentes, aunque algunos discursos los presenten de
esta forma. Los ejecutores se lanzan como buitres sobre los despojos
que otros han decidido dejar por el camino, y de esta manera cumplen
la Escritura, pero no por ello dejan de ser unos asesinos.
“Estaba junto a
la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María mujer de
Cleofás, y María Magdalena. Cuando vio Jesús a su madre y al
discípulo al que él amaba, que estaba presente, dijo a su madre:
Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí a tu
madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió como madre
propia”.
Finalmente Juan
nos
devuelve a la cruz, al punto de partida. Y allí encontramos a la
madre de Jesús, junto a otras mujeres, y al hombre al que Jesús
amaba. Parece como si solo ellos tuvieran la vista puesta en el
crucificado. A las tres Marías no les importa si en aquel momento se
cumplían o no cumplían las profecías del Antiguo Testamento. Al
amado de Jesús le traía sin cuidado si estaba o no frente al Rey de
los Judíos. Lo que las Escrituras profetizaban podría ser relevante
para quienes querían tener razón y poseer la verdad, pero lo que
Juan destaca sobre cualquier otro elemento, es que las seguidoras y
seguidores de Jesús están al lado del crucificado, mirándole a él,
y sufriendo por/con él. Ese es el elemento central que quiere
destacar, esa es la verdadera mirada cristiana, la que fundamenta
cualquier reflexión, cualquier debate, cualquier acción. Se puede
estar al lado de la cruz por muchas razones que no sean el amor a
quién ha sido clavado en ella.
Y
desde esta manera de estar frente a la cruz, se puede escuchar la voz
de Jesús. El amor de María por su hijo, y el del discípulo por su
amado, une irremediablemente a ambos, los convierte en una familia.
Una madre que abre el corazón al hombre al que su hijo ama, y un
hombre que abre su casa y su vida a la madre de quien le amó como
ningún otro. Una familia contranatura para muchos, pero una familia
cristiana para quienes son capaces de escuchar el mensaje de la cruz.
Y así es como el evangelista Juan entiende la comunidad
cristiana, como una familia que no sigue los dictámenes biologicistas, que no cumple la Ley sobre todas las cosas, que no se
doblega frente a las costumbres y las exigencias de la religiosidad.
Sino como un conjunto de hombres y mujeres unidos por el amor a un
crucificado, y cuyas relaciones únicamente son juzgadas por el amor
que contienen. Ese es el centro del cristianismo que propone, uno que
tiene su mirada puesta únicamente en la cruz. Con esta mirada es
posible que la comunidad Joánica esté abocada a una ruptura con el
judaísmo fariseo, pero sin ella habrá perdido inevitablemente y
para siempre su esencia cristiana, su motivo de ser. Sólo mirando a
Jesús el cristianismo, sea del tipo que sea, sigue siendo
cristianismo.
Carlos
Osma
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