Distancias
Entre el mundo y el ser humano hay un abismo infinito, no importa que
abramos bien los ojos para captarlo o que los cerremos para concentrarnos en
los sonidos u olores que desprende; se nos escapa irremediablemente. Incluso
las cosas más cotidianas, aquellas que parecen evidentes e intrascendentes, son
como fantasmas; cuando nos acercamos con atención a ellas se desvanecen como el
humo. Pero no hay otra posibilidad que aceptar esta realidad escurridiza donde
nuestra existencia tiene lugar, y por tanto, rendirnos ante la tentación de
creer haber encontrado la forma perfecta de vivir en esta vida desconocida.
No hay realidad, sólo hay distancia insalvable donde se construye el
verdadero hogar del hombre. Somos Sara y Abraham en camino desde Harán hasta
Canaán, los israelitas cruzando el Mar Rojo, o las diez vírgenes esperando al
esposo. Más bien no somos, sino que siempre estamos en proceso de llegar a ser.
No poseemos las razones verdaderas, las interpretaciones perfectas, el mundo
real. Sólo tenemos intuiciones, sueños, visiones, opiniones, propuestas de un
mundo mejor. Y sólo es eso lo que podemos tener y lo que nos es posible
perfeccionar.
Más cierto es que no existe dios. Ese dios por el que tantas veces amamos,
sufrimos, luchamos, mentimos, abandonamos, somos felices o incluso matamos;
somos nosotros mismos, o en ocasiones, la suma de unos cuantos de nosotros.
Dice kart Barth que: “En Jesús se conoce
a Dios como Dios desconocido”. No hay otra forma de conocerle, todo lo
demás son intentos de apropiación del poder divino. Sólo por fe podemos
aproximarnos al Dios verdadero, y en la fe, no hay seguridades.
Es cierto que se nos revela como amor infinito, pero en su
infinitud nos perdemos, y nos desesperamos por no poder alcanzarlo. La
divinidad envuelve todo lo que conocemos sin dejarse nunca atrapar. A la espera
estamos de que irrumpa en nuestro mundo, en nuestras experiencias, para
conocerla. Pero incluso ese conocimiento revelado, no sólo es parcial, sino que
está deformado. No podemos conocer, sin transformar lo conocido, y por tanto
sin dejar de conocer. Es ésta quizás, una marca de nuestra impotencia, de
nuestra finitud.
Aún más paradójica resulta la distancia que nos separa de nosotros mismos.
La pregunta sobre quienes somos, la respondemos con palabras que nunca llegan a
expresar toda la verdad; se acercan, intuyen, pero no nos captan completamente.
En el límite de esas palabras nos encontramos a veces con verdaderas prisiones
que pretenden obligarnos a encajar en conceptos que no dicen nada de nosotros. Pero
también allí, experimentamos la necesidad de crear palabras nuevas que expresen
más fielmente lo que somos. Palabras siempre imprecisas y efímeras, por que son
palabras humanas.
Para algunos no hay distancia en el yo, saben exactamente quienes son,
porque se resignan a conocer lo que los demás quieren que sepan de sí mismos.
Los que están en búsqueda de saber quienes son, los que recorren el camino
interminable hacia su esencia, nunca alcanzarán su deseo. Pero pienso que sin
recorrerlo, existe el peligro de no vivir una vida verdaderamente humana, sino
más bien una vida que no se ha entendido a sí misma.
Carlos Osma
* Barth, K. “Carta a los Romanos”. (Madrid; BAC,
1998), p.163
Artículo publicado en la revista Lupa Protestante en Octubre de 2008
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