Necrocristianismo
Hace solo unas horas que he llegado a
Buenos Aires, Marcelo me ha recogido en el aeropuerto y me ha llevado hasta el
apartamento donde pasaré una semana. Todavía tengo que repasar la presentación
de mi libro que haré mañana en la Iglesia Evangélica Rio de la Plata, y además
estoy cansado de casi veinte horas de viaje, pero no me resisto y salgo a la
calle para conocer la ciudad. Mientras camino, voy escuchando los gritos de gente
que ofrece cambiar dólares o euros por pesos argentinos, y observo también
personas que viven en la calle y se tapan con mantas y cartones para soportar
el frío invernal. Que vivimos en un mundo globalizado en el que nos cuesta diferenciar
si estamos paseando por Barcelona o Buenos Aires, no tiene tanto que ver con el
hecho de que podamos tomarnos el mismo café, en la misma taza, silla y mesa del
Starbuks, sino con que tengamos incluso el mismo indigente que nos abre
la puerta del establecimiento mientras nos extiende la mano para que le demos
una moneda, y observemos los mismos cartones que sirven de hogar para las
mismas personas a las que somos incapaces de poner cara, y mucho menos nombre.
Una señora muy amable se dirige a mí para
decirme que en menos de media hora empezará la reunión en su iglesia, y que
puedo asistir libremente (la expresión me lleva a preguntarme si hay alguna
otra modalidad de asistencia, ¿pueden obligarme?). Le agradezo la invitación y me
invento una excusa mientras observo “su iglesia” que es un edificio
inmenso más parecido a una sala de multicines o un centro comercial que a cualquiera
de las iglesias evangélicas que yo he conocido antes. Tras las enormes puertas
de cristal veo pantallas de televisión gigantes que retransmiten celebraciones,
mientras intercalan versículos e invitaciones para asistir. Hay que reconocer que
en temas publicitarios están al día. Doscientos metros después un joven sonriente
me explica que la reunión en la iglesia ya ha comenzado, pero que si me apuro
puedo llegar a la predicación. ¿Cómo es posible que a tan poca distancia haya
dos iglesias evangélicas de tal magnitud? No se lo voy a preguntar, algo me
dice que su cara de incredulidad sería igual a la que puse yo cuando un amigo
noruego me preguntó por qué en Barcelona había un bar en cada esquina. Y sin
meditarlo demasiado me dejo llevar por la curiosidad, entro en la iglesia, y me
siento en un banco.
Hay muchísima gente, cientos de personas,
y el predicador está a punto de comenzar su sermón. Ya sé que comenzará diciendo
que somos unos pecadores que merecemos el peor de los castigos, después dará la
buena noticia de que dios nos ama y que envió a su hijo unigénito a la cruz
para salvarnos, y finalmente hará un llamado para que la gente se levante y se
acerque hasta donde él está para entregar su vida a Cristo y recibir la
salvación (No sé si buscar la salvación en un dios capaz de torturar a
su hijo de esa manera es la mejor opción). El evangelista-showman me ha
parecido pretencioso, egocéntrico y poco creíble, y la manera tan burda de
restregarnos su machismo y homofobia la he encontrado intolerable incluso para estar
dentro de una mega iglesia evangélica. He visto vendedores de salvación que
podrían hacer lo mismo con cortinas o aspiradoras desde muy joven, así que lo
único que me interesaba hoy era ver si la representación-predicación era
convincente y si aquí en el Cono Sur han hecho alguna innovación. Lamentablemente
tengo que decir como Qohelet que “no hay nada nuevo bajo el sol”. Sin
embargo, cuando ha hecho el llamado se han levantado decenas de personas, la
mayoría de ellas mujeres, y con toda probabilidad (la estadística nunca falla) también
personas LGTBIQ. Mientras me pregunto por qué tanta gente siente atracción por
quienes les maltratan y rechazan, creo ver entre los arrodillados una cara
familiar. Agudizo mi vista, y creo reconocerle: es el amable desconocido que me
ha abierto la puerta del Starbuks. Me levanto de mi asiento, salgo de la
iglesia, y mientras camino por la calle Lavalle no puedo dejar de pensar en la
amenaza que suponen para cualquier sociedad los movimientos evangélicos
fundamentalistas.
Hay que reconocer que están llegando donde
sus Gobiernos son incapaces: a los más desfavorecidos. De hecho, su éxito es
una clara denuncia del abandono y la exclusión que padece una parte importante
de la población, ya sea en Buenos Aires, en Lima, en Bogotá, o en Barcelona. Pero
también es evidente que su labor (me refiero principalmente a la de sus
dirigentes) no es gratis, ni altruista, ellos quieren ahora conseguir no solo
el dinero de quienes no lo tienen, sino también influencia política para
imponer su visión del mundo. A quienes nos parecen patéticas las iniciativas
que en este sentido realizan los insignificantes movimientos evangélicos en
España, nos resulta preocupante que en otros lugares del mundo estén avanzando claramente
para conseguir sus fines. Nunca como hoy dentro de esta iglesia, me había percatado
del peligro real que suponen para la convivencia. Su objetivo no es crear una
sociedad más libre donde también cristianos y cristianas puedan aportar al bien
común, sino imponer a toda la población la sociedad que ellos consideran que dios
quiere. Ni educación en la diversidad, ni derechos para las personas LGTBIQ, ni
regulación de la natalidad, ni separación Estado e iglesias, ni divorcio, ni
feminismo, ni ateísmo, ni seres humanos críticos, ni ciencia que no se alinee con
sus convicciones... Únicamente un viaje al pasado más oscuro a ritmo de música
celestial. Quienes venimos de entornos evangélicos fundamentalistas sabemos
cómo se trata allí la disidencia, la diversidad y el sentido común. Por eso me
resulta alarmante que estén imponiendo sus agendas a los Gobiernos de varios
países.
Un fundamentalista (o como dice un amigo,
un necrocristiano) tiene todo el derecho a serlo, a vivir en el cementerio
que considere más adecuado siempre y cuando no haga daño a nadie. Las sociedades
plurales y abiertas deberían proteger sus derechos, al igual que el de sus
hijos e hijas a recibir una educación inclusiva que les empodere. Pero las sociedades
a las que aspiramos, sean estas lo imperfectas que sean, no pueden ser la evangelicocracia
que estos grupos proponen. El sectarismo y la exclusión son una fuente
económicamente rentable para algunos pocos, pero también un generador de
violencia e inestabilidad para la mayoría. Para verificar esto no hace falta
más que echar la vista al pasado, que es exactamente hacia donde están decididos
a llevarnos. Financiar, aliarse, o dar cobertura al necrocristianismo es
una manera de acabar con la libertad de expresión y la democracia (valores que
únicamente defienden para ellos, no para toda la sociedad). Y en la denuncia del
peligro que supone el movimiento fundamentalista también tiene que participar
el resto del cristianismo. Se necesita oír de una manera más clara desde dentro
de las iglesias, que la propuesta de estos movimientos no tiene nada que ver
con el mensaje de Jesús, que sin libertad para escoger no hay fe, y por tanto
no hay seguimiento ni cristianismo. Obligar a una persona de manera legal a que
se comporte de la forma que consideramos cristiana, no es un comportamiento
cristiano... La acción de fe, nace siempre, y aquí no hay excepción alguna, de
la libertad. Negar el matrimonio a personas del mismo sexo, impedir legalmente
el aborto, obligar a niños y niñas a recibir formación religiosa, etc., no hace
a una sociedad más cristiana, sino menos libre. Y los cristianos y cristianas
que denuncian todo esto no están siendo desleales a otros creyentes que ven el
cristianismo de forma diferente a la suya, sino que denuncian su apropiación por
parte de unas minorías sectarias que buscan únicamente beneficiarse económica o
políticamente de las necesidades de los más desfavorecidos e imponer una agenda
retrógrada e injusta.
El fundamentalismo no es cristianismo, es
más bien la enfermedad más peligrosa que en este momento lo amenaza. El necrocristianismo
tampoco es una propuesta política regeneradora de la sociedad, sino un
totalitarismo que puede acabar con ella. Nunca hasta hoy, paseando por las
calles de Buenos Aires, había sido tan consciente de esta realidad. Hasta ahora
lo había relacionado con una experiencia personal opresiva de la que
afortunadamente pude escapar. Pero ahora es más bien una amenaza colectiva a la
que urge dar entre todos una respuesta contundente, clara, imaginativa y realmente
evangélica.
Carlos Osma
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