Esperanza contra natura
La esperanza nace de la experiencia, por eso cuando no hay experiencia de
vida, tampoco hay esperanza por vivir. Cuando no hay posibilidad, cuando nunca
la ha habido, cuando se vive para seguir viviendo y nada más, entonces la esperanza
no tiene ningún sentido. Ni se la nombra, ni se la espera, ni siquiera se
conoce en que consiste porque no puede uno concebirla. La esperanza no es de
todos, como cualquier cosa valiosa, sólo es de quienes pueden permitírsela.
Del terror no huye cualquiera, eso tiene un precio, incluso para huir del
hambre, de las bombas, del odio, de la exclusión... para huir de la muerte, uno
necesita ser alguien. Por eso quienes ni se paran a pensar lo que significa ser,
porque su falta de vida tampoco tiene tiempo para perderlo en esas
disquisiciones, no huyen de nada. Y se quedan ahí, donde han sido puestos, enterrados
bajo toneladas de injusticia, resignados a un mundo que es como es y a una
muerte que viene cuando viene.
La esperanza siempre es mayor en quien más tiene, e intenta escapar de
quienes no la conocen para alcanzar el cielo de los esperanzados, de los que
sueñan con imposibles porque han nacido en lugares donde es posible conseguir
los sueños. La esperanza se eleva, jamás desciende, ese es su desplazamiento
natural. Abajo deja el mundo que no es mundo, que no necesita nada ni merece
nada. Sólo los escogidos, quienes nacieron con alas, pueden seguir el
movimiento de la esperanza.
No todas las esperanzas son iguales, también éstas están graduadas, y crean
a su alrededor espacios donde cada una de ellas puede ser vivida, y a la vez
donde jamás podrán vivirse. La esperanza divide, recoloca a cada cual en su
sitio, le enseña desde la infancia que es lo máximo a lo que puede aspirar, con
quien puede uno compartirla y con quien no, que se merece y que se debe
padecer. Las esperanzas no igualan, sino que perpetúan las diferencias de todos
los tipos. Para cada esperanza hay un sueño posible, un discurso correcto y un
comportamiento acertado. Cada esperanza tiene unas alambradas, unos mares, una
legislación, una educación... un mundo entero diferente al que crea otra
esperanza distinta.
Las ideologías que se imponen tratan de negar que quien más tiene más
espera, y más puede esperar. Y así buscan conseguir una paz social basada en el
atontamiento de los desesperados. Todos somos iguales, todos podemos esperar lo
mismo, todos podemos tocar el cielo repiten una y otra vez. Y aunque la
realidad niegue el mantra de quienes más esperan, los desesperados no alcanzan
a soñar un mundo donde la esperanza iguale y no divida. Donde la esperanza sea
una, y no muchas: “la misma dignidad para todos los seres humanos”.
Hay quienes han aprendido a encender la llama de la esperanza en quienes
jamás habían disfrutado del calor que ésta produce, construyendo cinturones de
esperanzas nuevas que transforman el cuerpo de los esperanzados en bombas de muerte
para quienes vivían en algún mundo distinto de esperanza anestesiada. Y hay
otros cuya esperanza hace saltar por los aires la razón, buscando imponer sus
límites arbitrarios y caprichosos como límites absolutos para todos. Son las
esperanzas de la muerte y del odio, que nacen de la herida, del darse cuenta
que hay otras esperanzas injustas que les excluyen del cielo de los dioses. Son
las esperanzas del rencor y la ignorancia, de la verdad y el resentimiento. No
son esas las que construirán una misma esperanza para todos.
“Lo que en otro tiempo no era más que algo enfermo se ha convertido hoy en
algo indecente, es indecente ser hoy cristiano. Y aquí comienza mi nausea[1]”.
Es indecente hablar hoy de
esperanza cristiana cuando ésta sigue la lógica del resto de esperanzas que “llaman
bueno a todo lo que eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el
poder mismo del hombre”; y llaman malo “todo lo que procede de la
debilidad[2]”.
Es indecente utilizar la esperanza del más allá para mantener en pie a quienes
no tienen ninguna esperanza real, y tratar de convencerles de que nada pueden
hacer para alcanzarla. Es indecente el buenismo de quienes acallan su
conciencia con limosnas que perpetúan la división de la esperanza; son mucho
más honestos quienes asumen que “los débiles y malogrados deben perecer:
artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarlos a
perecer[3]”.
Esta es la lógica de la esperanza que en la práctica aceptamos.
Pero también podemos hablar de la esperanza cristiana que nace de la fe en
un Dios contra natura que se hizo hombre. Una esperanza que no se eleva, sino
que desciende, que no desquebraja la esperanza humana en multitud de esperanzas
distintas. Sino que afirma con rotundidad que no pueden haber unas esperanzas
por encima de otras, y que no hay unos seres humanos que merezcan más que
otros. La voluntad de ser feliz y vivir en libertad y plenitud, necesita de
una esperanza común que respete la dignidad de todo ser humano. ¿Es posible
todavía esa esperanza hoy? ¿Lo ha sido en algún momento? ¿Puede este Dios
contra natura transformarnos de depredadores de la esperanza a constructores de
una esperanza contra natura?
¿Dejaremos en algún momento de ver personas huyendo del sufrimiento,
caravanas de seres humanos en busca de esperanza? ¿Se acabará alguna vez el
ocultamiento del dolor y el sufrimiento de quienes no tienen ni esperanza?
¿Será el mar algún día un lugar que nos trae la vida y no cuerpos que la
perdieron para huir de la muerte en la que nacieron? ¿Renunciaremos pronto a
imponer nuestra esperanza sobre los cuerpos, la libertad, el deseo y la
dignidad de otras personas? ¿Será real, podremos vivir algún día envueltos en
esa esperanza que crea un mundo contra natura? ¿Podemos todavía
darle la vuelta al mundo, a nuestras vidas?
Espero que sí, y que la esperanza en “esa imperiosa revelación de otro
sentido posible, más profundo que la injusticia o el dolor” no sean “sencillamente
la gratificación furtiva del burguesito en rebeldía[4]”,
sino que esté fundada en el seguimiento de Jesús. Una esperanza contra toda
evidencia, contra toda realidad... Una esperanza imposible... Una esperanza
contra natura.
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