Por la fe
Hay algunos que hemos tenido una fe tan minúscula que nos ahogaba, y en la
que a excepción de un montón de versículos que se nos clavaban en el alma, no
cabía nada ni nadie. Después sufrimos una liberación, pudimos respirar,
abrirnos al mundo y empezamos a creer que nuestra fe no tenía límites. Pero
tras dar unos saltos de alegría, volvimos a chocar con la triste realidad de
que no habíamos derrumbado las alambradas de lo posible, de lo aceptable, de lo
correcto. Únicamente habíamos hecho nuestra fe un poquito más grande, para que
sólo nosotros, pudiésemos vivir felices.
Hace algo más de un mes Alberto, un buen amigo, sufrió un infarto. Gracias
a su juventud y la diligencia de los médicos, lo superó con éxito. Sin embargo,
días más tarde le detectaron un pequeño tumor que ayer mismo extirparon. Jonatan,
su marido, nos contaba que al entrar en la UCI después de la operación, Alberto
le citó los dos primeros versículos del salmo 125: “Los que confían en Jehová, son como el monte de Sion, que no se mueve,
sino que permanece para siempre. Como Jerusalén tiene montes alrededor de ella,
así Jehová está alrededor de su pueblo”.
Es gracias al ejemplo de personas como Alberto o como Jonatan, que uno
recapacita sobre que significa la fe, porque la fe no es la repetición de un
catecismo o de una doctrina hueca. Es más bien un motor, una forma de estar en
el mundo, es algo que a veces parece no surgir de nuestra voluntad, y que puede
resistir los golpes y desprecios de los que se erigen en defensores de esa misma
fe. Me siento afortunado de conocer a personas que, como ellos, me enseñan las
deficiencias de mi pequeña fe. Y que me animan a profundizar en una fe no sólo
más fuerte, sino también más flexible, más amplia y más humana.
Es por fe que abandonamos nuestro lugar, físico o mental, en busca de una
nueva tierra que Dios nos promete. Caminamos noche y día con la esperanza de
vivir en un mundo más feliz para todos. Sabiendo que vivimos junto a otros, que
como nosotros, son hijos del mismo Dios, y que independientemente de todo tipo
de condicionantes, no son sólo amigos, sino verdaderos hermanos. No somos
guiados hasta una iglesia, sino hacia el prójimo, lo humano concreto es nuestra
primera prioridad. Es el primer momento, un momento de ímpetu en el que creemos
que todo es posible, y aunque haya gigantes en nuestra contra, sus palabras nos
dan la fuerza: “venid en pos de mí”.
Es por fe que pronto chocamos contra el ídolo que tenemos de Dios. Y esto
nos supone mucho sufrimiento, luchamos contra él y siempre salimos perdiendo.
Es un Dios cruel que exige sacrificios humanos, que obliga a abandonar hermanos,
hijos o amigos. Es el que no nos ama, el que nos rechaza, el que hace que odiemos
a los demás y a nosotros mismos. Es el Dios de la religiosidad vacía, del mandamiento,
de la opresión; el que intenta anularnos y nos dice que no podemos, que no
valemos nada. No es un Dios de amor, sino el Dios del miedo y de la muerte.
Es por fe que en esas circunstancias sufrimos pero anhelamos ser liberados.
Es por fe que esperamos lo imposible, que no nos conformamos con la injusticia
del sin sentido. No aceptamos vivir como Job, abandonado, enfermo y
arrastrándose; sino que como él, sabemos que nuestro redentor vive, y que al
fin se levantará sobre el polvo, y nosotros con Él. Es por fe que aunque
pasemos por valle de sombra, y la fe parezca debilitarse, resistimos y somos
sostenidos como viendo al invisible.
Es por fe que el Dios verdadero viene a salvarnos, derrumbando todas
nuestras precomprensiones, actuando en completa libertad como un Dios soberano.
Es infinito, inabarcable, no manipulable, es real. Por eso no admite
reducciones, por eso se reinventa y es creativo, por eso no se deja dominar por religiones, sectas o filosofías
humanas. No es por fe que nos ama, lo hace sin pedir nada a cambio, pero es por
fe que ese amor nos hace nuevas personas y nos permite resituarnos ante Él y
ante el resto del mundo. Es por fe que su amor nos llena completamente y
podemos amar realmente, sin temor, como no lo habíamos hecho hasta entonces.
Es por fe que ahora somos capaces de afrontar con dignidad los vaivenes de
la vida, que nos permitimos llorar, reír, sufrir o ser felices, confiando en
que todo lo dirige, y que si hacemos aquello que está a nuestro alcance, Él
hará el resto. Es por fe que no nos atrevemos a hacer juicios precipitados
sobre Dios o sobre la vida, porque todo está en sus manos, también nosotros.
Solamente confiamos en que si Él está a nuestro lado, todo lo que nos ocurre
tiene un sentido y nada puede ir en contra nuestra. Es por fe, por vuestra fe,
que he sido consciente de todo esto. Y es gracias a esta fe que me uno a la
petición del salmista :“Haz bien, oh Señor, a los buenos, y a los que son rectos en su corazón”.
Artículo publicado en la Revista Lupa Protestante en Junio del 2008
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