La fe evangélica, una fe en movimiento
Los que hemos crecido dentro de
un entorno cristiano sabemos lo fácil que es caer en la tentación de cuidar la
fe como si fuera una reliquia. El ejemplo de todos los que hicieron tanto por
transmitírnosla pesa mucho, a veces demasiado. Y cuanto más nos empeñamos en
conservarla, más nos damos cuenta de que nos
alejamos de ella. Sólo cuando nos atrevemos a tomarla en serio, y estamos
dispuestos a ensuciarla con nuestra cotidianidad llena de incongruencias, fracasos y algún que otro éxito, descubrimos que la vivimos
como ellos lo hicieron.
Nuestra fe tiene un pasado que no
deberíamos menospreciar, somos parte de una cadena de tradición que nos
enriquece con sus aciertos y sus errores. Incluso la forma en la que nos acercamos
a Dios se la debemos a quienes nos educaron. Nunca podremos agradecerles
suficientemente que nos mostraran a un Dios con el que podemos hablar, que nos
ama y que está siempre a nuestro lado. Y todo esto sin grandes palabras,
simplemente con su ejemplo, que es el método de enseñanza más eficaz.
Si en algo tenían razón, es
cuando nos decían que ser cristiano no es recitar el rosario o salir en las
procesiones una vez al año. Más bien es una forma de ser, de pensar, de actuar
y de vivir, que abarca todas las facetas de nuestra existencia. No hay huida posible,
y por mucho que a veces no estemos a la altura, somos seguidores de Jesús en
todo momento. Y en primer lugar, lo somos no ante nuestra familia, la sociedad
o la iglesia, sino ante Dios.
Pero hemos tenido que aprender
también que la fe necesita ser contextualizada, por lo que nuestra manera de
vivirla puede ser en muchos aspectos, diferente a la de quienes nos la
trasmitieron. Esa es la forma de ser de la fe, que no existe en lo abstracto,
sino que aparece cuando se vive en un lugar, en un momento o en un cuerpo
determinado. Por eso es triste ver como a veces nos empecinamos en transmitir
la fe explicando al pie de la letra lo que antes nos han explicado a nosotros,
sin hacerla pasar en ningún momento por nuestra experiencia, por nuestra alma.
Evidentemente si la fe no está
dispuesta a madurar; o se abandona, o se opta por cambiar la realidad y no
aceptarla tal y como es. Si queremos vivir como los creyentes del siglo pasado
tendremos que defender una sociedad del siglo pasado. Y de esta manera nos
podemos encontrar reivindicando lo más tradicional, simplemente por que somos
incapaces de vivir la fe en el mundo actual. No hay que ser muy observador para
ver que la fe de Sara, Moisés, Esther o Amós, tienen muchas divergencias. Y la
razón es que, aunque seguían al mismo Dios, vivieron unas circunstancias
diferentes y se atrevieron a enfrentarse a ellas con las herramientas que
tenían a su disposición.
Lo esencial de
la fe evangélica es que seguimos al Dios que nos reveló Jesucristo, y que nos
sigue guiando hoy a través de su Palabra. No nos guía la Biblia , sino el Dios que
nos habla a través de ella. Y lo hace en medio de nuestro mundo para humanizarnos, y sólo allí aprendemos realmente que significa su Palabra. Realidad y Palabra
siempre van unidas enriqueciéndose mutuamente. Por eso tendríamos que
preguntarnos si nuestras interpretaciones de esa Palabra que no respetan la
realidad, son interpretaciones vinculantes o válidas para los creyentes.
Hacer que la fe sea siempre
comprensible, que sea actual, que realmente nos interpele a nosotros y a la
sociedad a la que se dirige. Que no sea una fe que necesite de un periodo de
aprendizaje para poder entenderla, que no utilice una jerga indescifrable. Que
sea fácil, sencilla, y sobre todo humana, muy humana, como la fe de Jesús. Que
aporte algo, que se sitúe en medio del mundo para mejorarlo, y no para guiarlo.
Una fe de andar por casa, como la fe que aprendimos cuando éramos niños.
Supongo que muchos pensarán que
pido mucho, y la verdad es que creo que me he quedado corto. Porque además del
pasado y del presente, la fe debería tener una dimensión profética. Casi
siempre nos debatimos entre ser fieles a lo que nos enseñaron o actualizarlo
ante nuestras circunstancias. Pero esta situación, por muy lógica que sea,
pierde de vista el futuro. Y sin propuestas de futuro, sin ir más allá de lo
inmediato, o sin construir el Reino que está por venir, los cristianos no
aportamos ninguna novedad a nuestro mundo. Somos como parásitos que luchamos
contra los avances de la sociedad o que pretendemos alcanzarla.
Propuestas de futuro que sean
ingenuas, que estén equivocadas, que sea necesario corregir, pero propuestas
que hagan que la fe en Jesús también diga algo en la construcción de lo que aún
está por llegar. No hay nada más desalentador que vivir un cristianismo sin
futuro, o que sólo trabaje para que todo sea como antes fue. Abrir horizontes
de esperanza para todos, ayudar a ver el presente poniendo los ojos en lo que todavía
debe ser construido. Tener la valentía de reclamar justicia para los que no la
tienen, o de denunciar a los poderes que pretenden construir un mundo sólo a su
medida, y en el que sobra mucha gente. Ir hacia el futuro como fueron nuestras
familias o nuestras iglesias: cometiendo muchos errores, pero con la confianza
de que no iban solas, sino que era Dios quien las acompañaba.
Carlos Osma
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